24 de julio.
En otros años, las vacaciones en Saint Andrews incluyeron desplazamientos: hasta la isla de Skye, a la zona sur de las Highlands, a Edinburgh, por el condado de Fife, etc. Este julio ha habido que esperar ocho días para que nos decidiéramos a abandonar por unas horas nuestro apacible y tenazmente sedentario descanso. El destino: Dundee, la tercera ciudad en importancia de Escocia con permiso de Aberdeen. Una ciudad considerablemente fea, a unos viente kilómetros al norte y sin apenas alicientes turísticos más allá del cruce del que llaman Fiordo de Tay (
Firth of Tay) que la separa del condado de Fife.
Esta vez, la visita a Dundee - casi veinte años después de la primera - no tenía ningún motivo turístico: estábamos invitados a comer. Ricardo había adquirido el año anterior una casa, según mi hermano Pablo "un castillo" porque tiene un torreón, al lado mismo del
Lochee Park y nos la iba a mostrar: siempre es agradable celebrar la inauguración de un espacio de vida aunque no pueda llegarse a decir que da igual que sea un cobertizo o un palacete.
El día era espléndido nuevamente y, además, sin apenas viento. Las dos playas de Saint Andrews estaban abarrotadas como nunca las habíamos visto. Casi era un alivio tener un plan alternativo.
Cogimos el autobús y en la primera parada después de atravesar el
Tay Bridge nos esperaba nuestro anfitrión con su inevitable gorra. Tomamos otro hasta el parque y allí, flanqueando la entrada principal, como si hubiera sido una antigua casa de jardineros o guardas, la casa. Efectivamente, tiene algo de híbrido por la torre circular que preside su cara este pero es una villa más modesta y agradable de lo que Pablo nos había dibujado: no se trata, en absoluto, de un gélido y suntuoso castillo de piedra. Dos pisos repletos de libros, discos y sintetizadores, un salón muy al estilo británico con su inevitable moqueta y las ventanas sin persianas, dos buhardillas hermosas en el piso superior con una terraza y una escalera de caracol para acceder a las estancias superiores nos entretuvieron un buen rato. Los lavabos y cocina, como siempre, estuvieron en un segundo plano y, en cuanto acabó la inspección de rigor, al jardín a tomar unas cervezas. Mientras, Ricardo preparaba una paella murciana y nos mostraba, ¡milagro!, el Madeira que había comprado para la sobremesa. ¡Un Madeira, por fin! Parece que los Oportos se han comido la mayor parte de la cuota de consumo de esta clase de vinos tanto en Escocia como en Catalunya pero para uno el Madeira sigue siendo el preferido y aquello era una noticia excelente. Con el aroma de la paella y la perspectiva del vino posterior hicimos el aperitivo con cervezas de la tierra bajo un sol magnífico. Después, nos empapamos de un estupendo arroz cargado de azafrán y, en mi caso, de postre unas copas de Madeira que compartí con Ricardo y Esther.
El paseo posterior por el parque hasta el bello cementerio de Balgay, al este de la colina del mismo nombre coronada por el observatorio Mills, fue de una belleza y una alegría memorables aunque al llegar a Saint Andrews uno fuera incapaz de recordar el nombre de la sindicalista ante cuya tumba, a la sombra de los árboles, nos detuvimos un buen rato. De ello tuvieron la culpa la hospitalidad de Ricardo, el sol escocés y el Madeira.