Los comercios, en estos primeros días de la Nueva Edad, están muy vacíos. Lejos quedan las riadas de gente que inundaban el centro de Barcelona y hacían casi imposible moverse por el Portal de l'Àngel, la FNAC o la zona de El Corte Inglés. Es una sensación nueva y, en cierto sentido, agradable. Se puede comprar sin aglomeraciones y no se observa el delirio de hace unos años: se adquiere menos y, parece, con más sentido práctico. Los cachivaches superfluos no se venden tan fácilmente. Es el único aspecto positivo de la crisis: consumimos menos, consumimos con mesura. Sin embargo, para el tejido de este país, sustentado en gran parte en el pequeño y mediano comercio, es un desastre. Además, el hecho de que los funcionarios y empleados públicos aun no hayan cobrado, como me explicaba una vendedora del mercado cuya clientela fija está compuesta, preferentemente, por trabajadores estatales, está incidiendo en una caída notable de las ventas y deprimiéndolos.
Pero más que la evidencia de que este país tendrá serios problemas económicos cuando alcance la independencia porque carece de suficiente industria como para hacer pivotar la economía sobre otros pilares que no sean el pequeño y mediano comercio - que presuponen ya la existencia de una masa monetaria que no sabemos cómo se generará -, lo que le llama a uno la atención ya, innegablemente, es el aumento de indigentes por las calles y el agravamiento de los síntomas externos de pobreza: después de resistirse uno durante meses a admitirlo es evidente que se ven más "sin techo", más gente pidiendo limosna y más personas hurgando en los contenedores de la basura, que hace un año. Es una evidencia perceptiva que no puede por menos de provocarle a uno, rabia y pesadumbre: no tengo nada en contra, más bien al contrario, de la celebración de un referéndum - en determinadas condiciones y con claras implicaciones - para decidir el futuro de este país pero la retórica independentista está funcionando como una cortina de humo, como una "cámara oscura" marxista, del agravamiento de la explotación de los asalariados y, en este sentido, está sirviendo - objetivamente - a los intereses de la clase dominante en su proyecto de suprimir las conquistas sociales en este período de reestructuración capitalista.