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1 de marzo de 2015

Live Long and Prosper



El viernes falleció Leonard Nimoy, Mr. Spock. Una figura tan importante en el imaginario de uno, junto al capitán Kirk y el Enterprise, como lo podrán ser Albertine, Mr. Charlus y Combray, que se han incorporado estos últimos meses, o la familia Buendía y Macondo, Ada, Van Veen y Ardis Hall y tantos otros que lo han ido poblando desde hace muchos años. De hecho, es anterior a casi todos ellos. Uno de los más antiguos, junto a Tarzán y Zuanthrol de Edgar Rice Burroughs. Procede de aquellas tardes de domingo de La conquista del espacio y, especialmente, del episodio "Miri" en que el Enterprise responde a una llamada de auxilio procedente de un planeta que resulta exactamente igual a la antigua Tierra, a la que tratan de volver desde hace años los intrépidos tripulantes, y en cuyas desiertas ciudades sólo quedan, como únicos habitantes, niños enfermos y en estado salvaje. Luego llegarían las películas, el culto... pero aquel capítulo, que fue uno de los primeros videos que obtuve de la Comunidad con la primera conexión de "banda ancha" (?) comprada a mediados de los noventa, junto a La luna de Bertolucci, se incorporó a mi memoria espectacular y allí se quedó. McCoy, Kirk, Spock, Miri y aquella Tierra desolada convivieron desde entonces con la multitud de imágenes procedentes del panteón canónico de ese arte que jamás ha podido reducirse al consumo de masas pero sin ofrecerse como miembros de una clase inferior: eran ciudadanos de pleno derecho de la República Imaginaria.

Por cierto, haciéndose honor a sí mismo como personaje, su último tweet, pocos días antes de su muerte, ejemplifica uno de los rasgos distintivos de la "sociedad del espectáculo" tal como uno la está pensando estos días: la erosión de los límites entre actor y espectador. Escribió Nimoy  "A life is like a garden. Perfect moments can be had, but not preserved, except in memory. LLAP". LLAP: Long Live and Prosper, el saludo vulcaniano...

7 de diciembre de 2014

"La sal de la tierra"


El viernes, después de un verano en el que volvimos a frecuentar las salas de cine con acierto desigual lo que nos llevó a inhibirnos todo el otoño (por ejemplo, la ingeniosa y artificial Shirley o El secuestro de Houllebecq, sólo apta para los incondicionales del escritor francés como el que escribe), vencimos la pereza y el cansancio para ver La sal de la tierra, el documental de Win Wenders sobre la vida y la obra de Sebastiâo Salgado. Una vez más, como con El amigo americano, El estado de las cosas o incluso la celebrada Paris, Texas, la obra de Wenders le dejó a uno insatisfecho. Es una costumbre que hay que poner, evidentemente, en mi debe como espectador pero que no cesa de encontrar argumentos para reforzarse. Esta vez no fue una excepción pese a que se haya quedado menos corta que las anteriores y la decepción no ha podido cubrir por completo la obra.

De esta desigual pieza, retener el vigor del horror retratado por el brasileño en Etiopía durante la hambruna del 84 y en Ruanda durante los tiempos del genocidio, espléndidamente recogidos por el alemán, y el peso, todavía, de algunos clisés del pensamiento "progresista" como cuando, tras describir el contacto con una tribu amazónica, concluyen Wenders y los Salgado (padre e hijo, este último co-director de la película), que sus miembros viven en el "paraíso". Todo tan políticamente correcto que algo chirría cuando Sebastiâo explica que uno de los habitantes le ruega encarecidamente que le regale su cuchillo. Como cuando en Star Trek II: La ira de Khan el comandante Kirk desmonta argumentalmente la presunción de Dios de ser tal con su demoledora pregunta "¿Para qué quiere Dios una nave espacial?", este desafinado, que no es otro que el de la impostura del "buen salvaje" y la mistificación romántica del retorno a lo primigenio, se delata en la necesidad imperiosa de preguntarse "¿Quién necesita un cuchillo en el paraíso?".