11 de noviembre de 2017

"La vida póstuma"

Hace muchos años uno apreciaba la máxima supuestamente aristotélica de que se debe amar a los amigos pero más a la verdad. Ahora no lo tiene tan claro: debe amarse a los amigos, si se lo merecen, y también a la verdad. No tienen por qué excluirse. De ahí que cuando escribo sobre un amigo uno procura no faltar a la verdad y si hubiera de hacerlo preferiría inhibirse, aunque en ocasiones calle por motivos que tienen más que ver con el cansancio, las obligaciones o las imposiciones de la cotidianidad que con el juicio crítico. Sirva este exordio para decir que si elogio la última novela de mi hermano, La vida póstuma, no es solo porque sea mi hermano, que también, sino porque es estupenda. Es cierto que desde su inédita La guardia nocturna y, especialmente, tras El alquiler del mundo, soy un rendido admirador de sus cualidades como novelista pero siendo el hermano mayor, y dedicándome al mismo negocio a tiempo parcial, la tentación de parapetarse tras una condescendiente evaluación fría y distante hubiera sido un fácil recurso para salir del apuro si en esas me hubiera encontrado. Por contra, sostener que La vida póstuma es un magnífico artefacto de ficción no tiene demasiado que ver ni con las deudas fraternales ni con las adhesiones incondicionales. Es el corolario de la gratificante lectura de una "novela de ideas" escrita no al modo centroeuropeo sino, para el modesto oído de uno, en una tonalidad de "cono sur": borgiana y cortazariana; incluso, sonando lejos, sabatiana. Una elección estilística que aleja su texto de cualquiera de las variantes del enciclopedismo, que no subsume la belleza de la forma bajo la exigencia de la reflexión y que persuade más con las artes de la buena construcción y la prosa cuidada que con la pesadez de la argumentación disimulada: la trama no está al servicio de la exposición conceptual, de su plasticidad (Hegel) sino que se entrelazan sin estridencias ni rozamientos. Y entre las muchas ideas que, en enjambre, pululan por sus páginas, dos. Una especialmente atractiva teóricamente hablando: la efectividad de lo fantasmático. Un viejo tema recurrente en la historia de la literatura (Calderón, Shakespeare, Wilde), marginal en la de la Filosofía hasta la segunda mitad del siglo XX pero nuclear estas últimas décadas, por ejemplo en la obra de Derrida o Žižek así como en la de otros muchos pensadores de la posmodernidad. Una preocupación, además, que nos une a causa de nuestro común contexto biográfico y, tal vez, debido a su hiperactividad temática, derivada de algunas de las repercusiones de la llamada "revolución tecnológica". La otra, que no desvelaré, muy sugestiva en términos estéticos y que, absorbiendo la parte final de la novela, le confiere un extraordinario giro en el que la alta cultura y la cultura de masas se ensamblan de una forma original y bella.

Tan sólo ofrecería dos objeciones: por un lado, la novela se hace corta; se echan en falta cincuenta o cien páginas más para explorar algunos personajes (especialmente el enigmático Herzog) y acciones muy bien apuntadas pero cuya exposición sucinta provocan todavía más apetito (las estancias en Cuba, las mallas de las redes revolucionarias en París...); por otro, la historia de amor principal aunque está excelentemente estructurada uno cree, y siente, que en estos tiempos debería obedecer a la normatividad descriptiva y al vocabulario que podría extraerse de la maravillosa Plataforma de Houllebecq. Pero eso es una cuestión menor, casi de gusto.

Felicidades Pablo por tu libro.

10 de noviembre de 2017

Unas palabras de Simon Leys de aplicación casi estricta estos últimos meses

Robert me pasó este texto especialmente apropiado para la situación en la que nos hallamos algunos de los que intentamos sobrevivir en los agujeros que las manadas de uno y otro signo nos han dejado de momento:

"Hace tiempo, cuando se produjo un trivial incidente cuyo pleno significado no se me reveló hasta que hubo pasado, no dije esta boca es mía, pro su recuerdo aún me abrasa. Fue en ocasión de un simposio de historiadores organizado por una respetable universidad. Un viejo profesor extranjero, invitado especial, acababa de hablar de la pintura de paisaje de los Song cuando un joven universitario local se adueñó de la tribuna y se lanzó a una larga y apasionada denuncia de la ponencia de su erudito predecesor en el uso de la palabra. No se puede decir que su diatriba fuese muy original, pues rebosaba de todos los lugares comunes de la corriente maoísta, entonces en boga. Apoyado por una entusiasta claque de admiradores autóctonos, el tribuno revolucionario nos explicó que había que estar ciego por todos los prejuicios del elitismo burgués para admirar la pintura china antigua, obra de explotadores y parásitos, mientras que el verdadero arte de China -que los mandarines académicos se obstinaban en ignorar- era producido por las masas populares de campesinos, obreros y soldados. En pocas palabras, el latiguillo habitual de la época, totalmente olvidado hoy. La violencia de este ataque sorprendió al viejo profesor, hombre frágil y refinado, pero permaneció en silencio. No quedaba, por lo demás, tiempo ya para el debate, y el presidente levantó precipitadamente la sesión.
Entre la concurrencia, formada en su mayor parte por gente educada y cortés, se había dejado sentir una incomodidad muy real; pero en general, cuando a unas personas decentes se las enfrenta a una indecencia masiva, procuran aparentar por todos los medios que no pasa nada."

Simon Leys, La felicidad de los pececillos. El saber desde lo alto del puente

1 de noviembre de 2017

"Literatura sin esencia" y Clàudia en Lübeck

Aprovechando esta "retirada" de la actualidad debe uno agradecer a Virginia Trueba el prólogo que ha escrito al ensayo que Viktor Gómez se ofreció a publicar en Amargord y que ya tiene en sus manos. El texto de Virginia lleva por sugerente título "La respuesta como la desgracia de la pregunta" y cumple a la perfección el double-bind deconstructivo: es una incitación a la lectura de las reflexiones que uno ha articulado sobre la naturaleza de la Literatura en los últimos años (o más bien sobre la falta de esa naturaleza propia e intransferible) y, al tiempo, una acertada invitación a la crítica de algunos aspectos de las afirmaciones, preguntas y propuestas allí. El ensayo lleva por título Literatura sin esencia (exploraciones en Teoría Literaria) y verá la luz en la primavera del año que viene.

Y ensancha este alejamiento saber que Clàudia, que está presentando un trabajo en una sede del Max Planck en Plön, visitará estos días la Buddenbrookhaus de Lübeck, la mansión familiar de los Mann que Thomas retrató en su famosa novela que se ha convertido en museo dedicado a su obra y la de su hermano Heinrich. Hablando anoche con ella, la posibilidad de comprar un billete y pasar el fin de semana contemplando un fetiche de ese burgués y ficticio mundo humanista y cosmopolita encarnado por el autor de La montaña mágica, me pareció mucho más que una mera inconsciente proyección libidinal o una ignorada cosificación: me pareció una auténtica muestra de eticidad universal.