Días de negociaciones entre bambalinas de los partidos independentistas, de rumores sobre la magnitud de los futuros recortes, privatizaciones y "dolorosas medidas", de clamores contra la ley Wert magnificados por los altavoces del Nuevo Régimen (las concentraciones reunieron a poca gente, por el frío y por los convocantes -
somescola.cat - una superestructura que aglutina organizaciones y moviliza preferentemente cuadros, lo cual no quiere decir más que eso: si hubieran convocado los partidos soberanistas y puesto toda su maquinaria en funcionamiento, hubiera sido otro cantar). Días de inquietud.
Allende el Ebro los medios afectos al Antiguo Régimen persisten en su ofensiva revanchista y supongo que mucha gente sigue sin comprender la dimensión del fenómeno. Así, un lector me pregunta "¿Por qué cuando las cosas iban bien en este país Artur Mas no convocó un referéndum? ¿Dónde estaban entonces los independentistas?". Pues estaban donde siempre, pidiendo una consulta. Lo que sucede es que su fuerza era menor que en la actualidad mas uno puede dejar constancia de que se les oía y mucho: estaban, existían y luchaban por la secesión; no han emergido como las setas, inopinadamente.
La diferencia es que ahora, y eso conecta con la primera pregunta, un aluvión de ciudadanos han sido seducidos, o mejor, se han entregado voluntariamente a esa utopía redentora de las desgracias presentes en nombre de un futuro
Shangri-La catalán, y el ruido generado ha desbordado las expectativas. Es lo que tienen las crisis económicas y los "opios de los pueblos"... Mas no pedía un referéndum porque a la mayoría de ciudadanos de Catalunya les iba más o menos bien. Ahora no. Y antes que una imposible (!) reforma en profundidad del modelo social, político y económico dominante, han preferido consagrarse al sueño de una falsa revolución lampedusiana.
Afortundamente, a ambos lados del Ebro siguen pudiendo leerse reflexiones sensatas. Hoy a uno le han llamado la atención sobvre la que
César Molinas publica en El País:
"El paisaje después de la batalla catalana del 25 de noviembre es
desolador. Tras su caída paulina del 11 de septiembre y su
autoinvestidura como profeta del independentismo catalán, Artur Mas ha
acabado haciendo lo único que un político no puede hacer jamás: el
ridículo. Mas caerá más pronto o más tarde, pero en la noche del 25 de
noviembre se convirtió en un lastre para las ambiciones soberanistas de
buena parte de la población catalana. Por aritmética parlamentaria, la
agenda del proceso de autodeterminación ha pasado a estar controlada por
Esquerra Republicana de Catalunya. Esquerra es un partido de largas e
impecables credenciales democráticas que nunca ha recurrido, ni
recurrirá, a la violencia para conseguir sus objetivos. Aclarado esto,
en todo lo demás se parece a Bildu. Una consulta de autodeterminación
condicionada por Esquerra tiene muy pocas posibilidades de resultar en
una mayoría soberanista clara. Esta es mi lectura del 25 de noviembre:
el movimiento proautodeterminación catalán está, ahora mismo, en un
callejón sin salida.
Al otro lado del frente, las cosas no pintan mejor. El
establishment
madrileño reaccionó a la huida hacia adelante de Mas como un plantador
de Luisiana cuando se le escapaba un esclavo: soltando a los perros y
ordenando al capataz que lo trajera encadenado. El tsunami de amenazas,
descalificaciones e insultos provocado por lo más goyesco de la corte de
la Villa refuerza la convicción de muchos catalanes de que para Madrid
Cataluña no es España, sino que es “de” España. El Rey habló de
“quimeras”; Gallardón, de “nazis”; Margallo amenazó con la exclusión de
Europa; Wert ha comenzado una —¿otra?— cruzada para “españolizar”
Cataluña; Esperanza Aguirre, convencida de que los catalanes sufren una
tara genética que les impide autogobernarse, dijo que una Cataluña
independiente sería “una república bananera”; y, en el mejor estilo de
Vladímir Putin, Fernández Díaz —¿el capataz?— y Rajoy alentaron o, al
menos, toleraron un informe fantasma de la policía que acusaba a Mas y a
Pujol de tener cuentas en el extranjero y de beneficiarse de la
corrupción. Ni el ministro ni el presidente han confirmado o desmentido
la existencia del informe, al que han dado pábulo en la campaña
electoral la mayoría de los miembros del Gobierno. Es aterrador que,
para satisfacer objetivos partidistas, estos políticos que nos gobiernan
no tengan empacho en poner en la almoneda el Estado de derecho que
tanto le costó a España conseguir. Este suceso aclara más sobre su
catadura moral que mil discursos. A mí me da miedo, asco y vergüenza. (...)
No hay otro proyecto nacional para el siglo XXI que no sea la apuesta
seria, explícita y programada por el capital humano. Estos proyectos no
pueden basarse solamente en el nacionalismo. Esto podía hacerse quizás
en el siglo XIX, pero no ahora en un mundo global. España y Cataluña
deben tender puentes para abordar este proyecto, mejor juntas que
separadas porque tendrá menos costes. Pero si no puede ser juntas,
porque la clase política española no consigue entender nada de todo
esto, en mi opinión Cataluña estaría legitimada para hacerlo por
separado, haciendo del proyecto del capital humano el núcleo de un
programa independentista. Soltando lastre, vamos. Siempre y cuando el
Consell de Cent acabe teniendo más luces que la corte de Madrid, cosa
que está por ver."