Con todo, uno le debe a Miłosz una compañía espectral agradable más que colosal. Que también.
Y momentos inolvidables como el final de "Confesión" ("Un festín de efímeras esperanzas, una reunión de vanidosos, / Un torneo de jorobados, literatura") o la bella, aunque sea cristiana, obstinación en la esperanza de una vida ulterior que compense el sufrimiento en "Por nuestras tierras" ("¿Y si todos ellos, arrodillándose y juntando las manos, / millones de ellos, mil millones, acabasen donde su ilusión? / No lo aceptaré nunca. Les daré una corona. / La mente humana es espléndida, los labios, poderosos, / y la llamada es tan grande quie tiene que abrirse al paraíso").
Le debe uno más de lo que, injustamente, le ha criticado. Y se lo debe porque esperaba hacía tantos años tanto de él que se ha quedado con la miel en los labios. No es culpa, faltaría más, del gran poeta polaco, sino de uno.