Releyendo "La différance" de Derrida. Aunque el paso de los años, la tesis doctoral, la experiencia docente y las lecturas y relecturas han ido relegando en el ánimo de uno la mayor parte del llamado pensamiento estructuralista y postestructuralista francés, la obra de Jacques Derrida ha aguantado sin demasiados problemas los envites. Tal vez porque uno se resistió a abordarla hasta mediados de los noventa y siempre con un ánimo muy crítico, tan lejano de la entrega que presidió el acercamiento a Deleuze, Althusser, Barthes o Foucault, cuando se rindió a su empresa fue con plena conciencia.
Volver a Derrida sigue siendo placentero y estimulante. Una escritura que poco tiene que envidiar a la exhuberante prosa de Foucault, acompaña un pensamiento arriesgado y espectacularmente organizado que soporta bien las objeciones de las tradiciones filosóficas que se han encarado con su pensamiento.
Mientras toma notas una vez más, uno vuelve a pensar que el pensamiento complejo al que Derrida abre camino probablemente sólo pueda dar algún fruto si toma en consideración, al tiempo, una tetratópica: la identidad, la diferencia, la/s diferencia/s en la identidad y la/s identidad/es en la diferencia. Cuatro pilares en cuya definición más o menos eficaz se asienta la posibilidad de un pensamiento que de cuenta de la complejidad de lo relacional.
Quizás demasiada dificultad para una empresa que no promete resultados rápidos.