Este fin de semana me he propuesto ponerme manos a la obra con un poema al que llevo tiempo dándole vueltas. No sé mucho sobre lo que voy a escribir, ni cómo y no porque no me haya llegado la inspiración sino porque todavía no me he situado delante de la pantalla para tratar de enlazar los materiales, más bien los retazos, que se me han ido ocurriendo en estas semanas.
Todo empezó con la célebre frase de Silesius: "La rosa es sin porqué, florece porque florece". Los versos de Silesius, no lo niego, son bellos:
"La rosa es sin porqué, florece porque florece,
no se cuida de sí misma, no pregunta si se la ve"
(Die Ros’ ist ohn warumb / sie blühet weil sie blühet / Sie achtt nicht jhrer selbst / fragt nicht ob man sie sihet)
Pero me gusta más el segundo verso que el primero. Aquél suele ser olvidado por distintos motivos sobre los que ahora no vale la pena extenderse y aunque sobre ese olvido se podría hacer toda una disertación doctoral.
Ahora bien. Mi problema no es la frase de Silesius. En rigor, es el uso que se ha hecho de ella para justificar la rendición de la razón o ensalzar la epifanía de la iluminación, el silencio y la irracionalidad. Y como resulta que sigo defendiendo la racionalidad y experimentando tanta "pasión" por el concepto como por la metáfora, es normal que el abuso de la cita me haya acabado disponiendo contra ella.
La rosa, siempre la rosa. La flor más distinguida entre las flores. Una rosa que florece sin causa, gratuitamente, por mera donación,
potlach de la Naturaleza o Dios al mundo, al hombre.
La rosa, el rosal que en mi imaginario está asociado a las mansiones de veraneo de la rica familia burguesa catalana para la cual trabajó mi padre, en condiciones próximas a la esclavitud, durante veinte años, desde 1961 a 1981, año en el cual fue manumitido vía carta de despido sin derecho a nada. Los rosales cuidados por jardineros. Rosales que debían ser atendidos primorosamente.
Y enfrente de la rosa, siempre, en mi memoria, el geranio. Los pocos tiestos de geranios que en el pequeño alfeizar de la ventana del comedor de nuestro piso de alquiler en Barcelona, en Nou Barris, aguantaban sin apenas cuidados.
Los geranios de mi madre. Su jardín de cuarenta por ochenta sin empleados. El geranio: ningún
potlach en él. Un superviviente feroz, tenaz. Ningún don de Dios, la Naturaleza o el Mundo al Hombre. Más bien un invitado imprevisto pero fiel compañero del Hombre. Sin mística. Sin apenas poemas que lo ensalcen. Sin recogimiento ni silencio porque vive en los barrios de la periferia entre gritos, mugre, asfalto agrietado y barro.
Afortunadamente en uno de mis poemarios preferidos por su extraordinaria narratividad y su construcción,
Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters, el geranio protagoniza un poema, que yo recuerde, mientras que la rosa no. La rosa aparece fugazmente en los poemas "Petit the Poet", "Pauline Barrett" (las rosas salvajes) y "Amelia Garrick" (el rosal) pero no es una figura central. Narración y geranio: una atractiva combinación.
Oponer la mística de Silesius a la explosión fáctica de Masters, la rosa al geranio, la quietud a la narración, el silencio a la intensidad de la palabra y coronarlo de alguna manera en una especie de síntesis mediadora -pues no se trata de abolir la mística para poner en su lugar la refriega- con ese
freakie en que se ha convertido el otrora poeta del régimen franquista, José María Pemán, eso es lo que tengo ganas de hacer y a lo que quisiera dedicarme durante los próximos días viviendo en la ficción de que soy, ante todo, alguien que escribe. A ver cuánto dura...