Dos noches consecutivas de pesadillas abundantes, intensas y vívidas. La del viernes al sábado, tras una nueva frustración con Yo la Tengo. Dos horas y media que casi empeoraron el recuerdo del anterior encuentro.
Ya tengo unos años y algunos conciertos a mis espaldas como para poder aguantar impertérrito canciones de más de quince minutos saturadas de distorsiones y pretendidos virtuosismos de guitarra. Si algo nos ha gustado siempre de este grupo es la variedad de sus registros. El viernes, sólo en la primera tanda de bises, en la que realizaron una excelente versión del
Baby don't care de Nina Simone seguida de un par de piezas
à la folk-country, pudimos disfrutar de esa polivalencia. El resto: demasiado
rock y hasta incluso ruido. Un desastre. Sólo queríamos que se acabara lo antes posible.
Llegamos a casa de madrugada y el frankfurt con gruyère del Alt Heidelberg se ocupó de entretener las pocas horas que pude dormir con unas excelentes dramatizaciones que Freud hubiera contemplado con agrado.
Esta noche, después de recoger a Clàudia en el aeropuerto y ver gracias a la Comunidad la floja
The Informant!, del clan Soderbergh-Clooney-Damon, acompañada de pizzas caseras y copioso vino de
Costers del Segre, mi Broadway particular se ha reactivado con más fuerza aún que ayer. Una de las veces que he despertado he pensado en anotar el sueño pero el recuerdo de unos versos de Roger Wolfe que comparto me ha aconsejado dejarlo estar de momento, aunque sé que todo llegará:
"Los escritores
a veces recurrimos
a los sueños
cuando no tenemos
que contar"
(De "La vida es sueño", en
Afuera canta un mirlo)