17 de marzo de 2014

"El principio esperanza" (II)



Asimismo, podría atribuirse a su peculiar estilo otro de los "debe" que han influido, por lo que hace al lado del texto, en el desenlace culpable del acto de lectura fallido. Bloch tiene una prosa que los especialistas generalmente coinciden en calificar como "expresionista". Más allá de si responde a ese modelo, lo cierto es que no nos hallamos ante una obra que siga las convenciones del género: la introducción de numerosos conceptos sin definir, las ambigüedades, los pasos "alegres" entre planos y niveles, la falta de argumentaciones en momentos cruciales del desarrollo narrativo, etc., producen, al tiempo, un efecto atractivo y otro de rechazo para los lectores habituales de Filosofía: pasajes brillantes suceden a otros, forzados, en los que se echa de menos una mayor precaución en las afirmaciones; tesis estupendas preceden a otras que se malogran desde las primeras palabras; caminos sugerentes se alternan con senderos rápidamente cegados...

Y una última excusatio: la "fe" de Bloch en el materialismo dialéctico ora entrañable ora enojosa, como cuando clama contra el modelo matematizador de la naturaleza y proclama que se vuelva la vista a una ciencia "cualitativa", así como su creencia en el socialismo como fase de la historia en la cual el summum bonum se plasmará, pese a que en la época en que redacta El principio esperanza el Gulag estaba en pleno apogeo y ya habían tenido lugar las hambrunas que acabaron con la vida de millones de personas durante la colectivización, introducen una distancia que dificulta la entrega, la empatía y la preservación de ese cierto pacto de veracidad que se supone se entabla con toda gran obra filosófica.

Con todo, es seguro que en esta experiencia "culpable" tenga que ver la edad de uno y su cada vez mayor gusto por una filosofía que no oculte bajo la retórica la dificultad argumentativa. El uso del repertorio de la prosa filosófica "austro-marxista" o "frankfurtiana", tan próxima a la tradición alemana que va de Kant a Heidegger y que pasa, especialmente, por el gran renovador de la escritura filosófica, Hegel, le comienza a resultar a uno difícil de digerir en sus expresiones más tardías cuando sirve para enmascarar la falta de argumentos o, peor, la contrafacticidad vergonzante, es decir, aquel desacuerdo con la tozuda realidad que no se quiere aceptar pues se está hablando de una "auténtica" realidad, eso sí pertinazmente esquiva a la percepción. Es, también, por ejemplo el caso de Adorno o de la mayor parte de epígonos postestructuralistas cuyos restos de serie invaden los tratados de pedagogía innovadora (María Acaso).

Eso no quiere decir que la argumentación y la escritura roma y chata de un Quine o un Davidson sean, ahora, el modelo que uno desearía seguir mas entre la charlatanería presuntuosa y oscura y el simple dar cuenta de los hechos al modo del sentido común hay un término medio.