Días presididos por un desasosiego con múltiples orígenes y que ayer se condensó, desplazándose de aquellas raíces más vinculadas al paso del tiempo, la afectividad, el auge de totalitarismos y el retroceso general de la Ilustración, los conflictos identitarios o la muerte de los seres queridos, en uno que los podía resumir todos como cualquiera de ellos podría haberse trocado en tropo de los demás: la probabilidad del próximo colapso de la economía mundial a causa de haber alcanzado y superado el
peak oil (el cénit en la producción de petróleo).
El otro día, en su cuaderno,
Jorge Riechmann citaba una contribución de Antonio Turiel quien advertía al respecto que "es
difícil exagerar la gravedad de lo que está pasando. Si no se produce
un golpe de mano por parte de los Gobiernos, esta desinversión que acaba
de comenzar provocará que en un plazo de menos de dos años la
producción de petróleo pueda caer abruptamente de entre un 10 y un 20%
respecto a los valores actuales, y para 2020 no quiero ni pensar dónde
podemos acabar (me temo que la AIE se centra en un escenario optimista
dado el movimiento actual). Eso va a hacer que la actual crisis
económica entre en una fase completamente nueva, comparada con la cual
lo de ahora nos parezca simplemente caricias".
Como en su día las predicciones de Niño Becerrra, algunas de las más lacerantes de las cuales se cumplieron, estas anticipaciones parecen suficientemente fundamentadas y no dejan de provocarme dolores de cabeza metafóricos y reales. Cierto es que a uno le sigue desagradando la retórica apocalíptica y más mientras se está leyendo en estos momentos a Bloch: "Incluso
la derrota de lo bueno deseado sigue encerrando en sí su posible triunfo futuro, en tanto que en la historia y en el mundo no están agotadas todas las posibilidades del cambio y del hacerse mejor; en tanto que lo realmente posible, con su proceso dialéctico-utópico, no se ha fijado en su final" (
El principio esperanza, trad. de Felipe González Vicen, vol. I, p229). Con todo, el seguimiento desde hace bastantes meses de los trabajos de Antonio Turiel y de los debates entre "optimistas" y "pesimistas" al respecto, ha hecho que dilucidar siquiera provisionalmente la situación no pueda ser eludido.
Uno está lejos de llegar a ninguna conclusión provisional pero sí preocupado porque el mensaje catastrofista parece más fundamentado que el optimista. Hasta ahora uno acudía a recordar la letanía de la próxima consumición de las reservas petrolíferas que, periódicamente, surcaban los medios de comunicación allá por los setenta y los ochenta que se mostró como menos fundada de lo que parecía. También al hecho, que hay que reconcoer que todavía no he podido contrastar suficientemente, de que el primer teórico del
peak oil,
Hubbert, situaba el citado pico en los Estados Unidos entre 1965 y 1970 y parece su previsión no se cumplió del todo. Asimismo, la esperanza en las energías renovables y la mínima picardía, propia del sentido común, de que las grandes corporaciones petroleras no van a dejarse arrastrar a una espiral de pérdidas y autodestrucción, contribuían a mitigar la fuerza de los apocalípticos.
Sin embargo, sin necesidad de compartir el milenarismo de estos, leer el
informe Hirsch, encargado por el mismo Departamento de Energía de los Estados Unidos no invita precisamente al optimismo aunque no avale, forzosamente, un colapso absoluto y catastrófico del capitalismo.
No es que la cuestión esté abierta, que lo está. Es que se está escorando hacia las previsiones menos tranquilizadoras...
Y mientras, la poesía en los anaqueles y la mesa del escritorio, esperando un poco de calma que sigue sin llegar...