12 de septiembre de 2010

12 de septiembre de 2010: volviendo a Umberto Eco (I)


Descubrí a Umberto Eco en 1982, cuando comencé mis estudios de Filosofía. Me compré primero el Tratado de semiótica general y después Lector in fabula. Del Tratado leí más o menos la mitad. Lector in fabula fue libro de cabecera durante varios meses: había descubierto la"isotopía" (el "recorrido de lectura"), el "semema", el texto abierto y el cerrado, la prioridad del lector sobre el texto (o así lo interpretaba) y, en general, el fascinante discurso semiótico que parecía darle a la Filosofía un armazón conceptual riguroso con el que hacer frente a las exigencias de la cientificidad contemporánea.

Cuando en el verano me compré la traducción de El nombre de la rosa, la devoré en pocos días y veneré la capacidad de aquel teórico capaz de escribir una novela tan bien construida y apasionante.

Sin embargo, el pathos de la innovación y la moda que nos poseía a aquellos que tratábamos frenéticamente de poner remedio a las aporías del marxismo, me llevó al postestructuralismo y Foucault, Deleuze y Derrida apartaron a Eco de su lugar de honor: la cientificidad era una producción social e histórica que generaba sus objetos sin apenas relación con el mundo empírico al que decía describir. Eco no tenía ningún papel en el nuevo universo. La pérdida de prestigio del semiólogo se agudizó hasta el punto de que El nombre de la rosa, convertido ya en uno de los libros de la década perdió su posición en mi canon juvenil y pasó a colocarse en la misma categoría que John Le Carré o Frederic Forsyth. Para finales de los ochenta, cuando publicó su segunda novela, El pendulo de Foucault, había caído tan bajo que ni me molesté en comprarlo ni tampoco lo hojeé siquiera.

Veinte años después, he encontrado en la parte de mi biblioteca heredada de mi suegro, El péndulo... y lo he abierto con una mezcla de curiosidad y aprensión. Tres horas de lectura intensa más tarde pienso, una vez más, cómo pude ser tan estúpido.