26 de septiembre de 2014

"Otro" viaje a Italia (XXI): de Agrippa a Máximo


29 de julio de 2012.

Temprano, alertados por los 38º que se preveían, según la BBC, para la ciudad, nos dirigimos al Panteón de Agrippa, el monumento dedicado a "todos los dioses" (Pan-teon) que Marco Vipasanio Agrippa, el íntimo amigo de Augusto y general responsable de la victoria sobre Marco Antonio en Accio, mandó construir en su tercer consulado en el 27 a.C. y que, tras ser destruido por el fuego en el 80 d.C., fue reconstruido por Adriano con sustanciales diferencias.

El estado de conservación del templo es sorprendente, teniendo en cuenta su ubicación, y su fachada sobrecoge: realmente, con una pizca de imaginación y esforzándose en abstraerse del bullicio de la plaza en la que se levanta, uno puede remontarse à la Proust a un pasado nunca vivido en su calidad de experiencia sensorial física. Un tiempo perdido que se asienta en libros de texto, novelas y películas en donde se recrea esa Roma Imperial pero que puede renovarse como recobrado y, mejor, aumentado con esa dimensión empírica que estaba ausente del recuerdo original. El interior, aunque plagado de turistas, no hace sino acrecentar la impresión de magnificencia: una cúpula coronada por un óculo de unos nueve metros de diámetro por donde entra la luz perfilándose nítida, corporal incluso y cumpliendo, al tiempo, la misión de iluminar el espacio de la rotonda así como los anillos, casetones, columnas y demás elementos arquitectónicos que ocupan sus márgenes y la sostienen. Sin embargo, lo que más estorba la recreación imaginativa no son los visitantes ni el ruido sino la omnipresencia de la simbología cristiana que se apropió del panteón y lo convirtió en iglesia en la época medieval aprovechando para desmantelarlo parcialmente. De hecho, salimos con la convicción que del edificio deberían desaparecer las huellas de la ocupación cristiana y nos enzarzamos en una discusión acerca de la evaluación de las luces y sombras del cristianismo sin llegar a puerto alguno: no es sencillo determinar si las huellas de las profanaciones deben ser borradas o no.

Desde el Panteón nos encaminamos a la Piazza Navona en la que uno pasó muchos ratos durante su primera visita a Roma en 1980 incluyendo una cena en una terraza donde dejó casi intacto el plato de Pappardelle ai quatro formaggi que el sacerdote que nos guió tuvo a bien pedir para enseñarnos algo más elaborado de cocina italiana que lo que conocíamos (pizza y spaghetti). A mediodía no se parecía en nada a aquella plaza ruidosa y animada de tantas noches romanas. Alguna turista norteamericana, alguna pareja de españoles y poco más bajo un sol inclemente. Lo que debía ser una entrada en uno de los escenarios de la confrontación, que no recuerda uno si fue tal, entre Borromini y Bernini se queda en una rápida contemplación de la Fontana dei Quattro Fiumi del segundo y una todavía más apresurada de la Iglesia de Santa Inés en Agona del primero.

Continuamos nuestro paseo con los primeros síntomas de agotamiento para, siguiendo el curso de un Tevere que nos parece secundario, como periférico, arrabalesco, lejano y sin la dimensión de un Sena o un Po, casi una especie de Manzanares, hasta los restos del mausoleo de Augusto y el espectacular Ara pacis (el Altar de la Paz Augusta) en el cual nos detenemos, por efecto del aire acondicionado, un buen rato para recuperar un aliento que se había ido consumiento durante nuestra caminata. Comemos en una Trattoria. El vino y la cerveza son especialmente caros en los establecimientos italianos por lo que hemos podido constatar pero esta vez el Puglia y las Peroni suben un auténtico "pico".

Por la tarde, es el turno del Circo Máximo y de la Pirámide Cestia de cuya existencia nos acabamos de enterar por la Guía durante la comida y que, casi integrada en la Muralla Aureliana, pasa un tanto deapercibida. Otra cosa son los restos del colosal Circo Máximo con sus más de seiscientos metros de longitud y donde, al parecer, llegaban a congregarse para ver las competiciones de carros hasta 250,000 espectadores, una cifra que, con todo, y pese a las gigantescas dimensiones del estadio nos parece un poco exagerada.

Anochece cuando tomamos la vía de los foros. El Colosseo está magníficamente iluminado, con sobriedad y acierto. También la columna de Trajano. Aunque casi no sentimos las piernas, esa moderadísima iluminación, casi nula en el caso del Foro, le otorga a la zona un aire de pasado muerto pero presente por el que en cualquier momento podrían desfilar las cohortes de Máximo, con Russell Crowe a la cabeza por supuesto, no las de Marco Agrippa, si lograran avanzar por entre el asfalto aun pastoso e hirviente.