El pasado martes, a media tarde, dediqué un rato a ver un debate en la Televisió Nacional Catalana sobre el "caso Pujol". No es que cediera a la tentación sino que intentaba salvaguardar el empeño de la equidistancia en estos días tan tensos. Era la primera vez que, aparte de la predicción meteorológica, el futbol y algunas películas, sintonizaba un programa de "opinión" en la cadena nacional en más de tres años. Lo más significativo no fue el patético espectáculo de los intelectuales, por llamarlos de alguna manera, apacentados e incapaces de realizar una crítica sólida y sin miramientos del asunto, como el sociólogo Salvador Cardús uno de los popes teóricos del secesionismo, sino la sensación de melancolía y desarraigo, de exilio que experimenté ante una representación de Catalunya que ya no me incluye, a la que no pertenezco. Huérfano de aquella Catalunya polifónica y mordaz, sin poder refugiarse en una España de la que uno nunca se ha sentido parte, no añora sin embargo, el cosmopolitismo burgués que Vargas Llosa oponía al provincianismo rampante que veía en la Barcelona de los noventa pero sí la variedad, la reclusión del fanatismo en las capillas, los campos de fútbol y las casas y especialmente la crítica, la autocrítica y el sentido del humor que suelen acompañar a la falta de entusiasmo.
Decidido: uno detesta el entusiasmo.
O tempora o mores...