Uno es consciente de que en la complicada situación actual realizar según qué afirmaciones puede levantar ampollas y herir sensibilidades. Sin embargo, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Y la verdad es que existe un vínculo indisociable, históricamente constatable y racionalmente argumentable, entre fascismo y nacionalismo. Para ser más claros: sin nacionalismo no hay fascismo. Huelga decir que otras ideologías políticas contemporáneas pueden incorporar, en mayor o menor medida, elementos nacionalistas. Sin embargo, ello no resta ni un gramo de contundencia a la afirmación anterior. Por ello, si queremos evitar la tentación fascista una pieza indispensable del empeño es abjurar de cualquier forma de nacionalismo incluida esa tan "neutral" que, bajo el pretexto de no alterar el
statu quo internacional, lo naturaliza y se finge más allá del nacionalismo cuando se fundamenta en el ya existente.
Dicho sea de paso: no se refiere uno sólo al caso de Catalunya. Ahí está Grecia. Si las salidas ante la crisis actual se articulan en torno a proyectos nacionalistas de unificación y respuesta o de segregación y reto, nos podemos encontrar una sorpresa desagradable. Muy desagradable.