Uno observa con estupor las concesiones que a la literaturización de su vida realiza. Acababa la entrada de ayer sobre el libro de Argullol anunciando que "las tareas del jardín" permitirían dejar en suspenso la decisión de dejarlo o no. El caso es que, en rigor, no hay tal jardín. Y debo decir en descargo propio que a mi edad poco ánimo hay, ya, de exhibir riquezas que no se tienen. Fue un desliz casi puramente literario (algún psicoanalista revelaría algo que empañaría semejante pureza).
Existe una terraza grande, eso sí, en la que conviven dos hiedras, un olivo, un jazmín, dos ficus enormes, otros dos benjamines, una sica, dos buganvilias, una "maría luisa", un par de hibiscus y un cactus, creo. Pero los modelos literarios le impulsaron a uno a sustituir la "terraza con plantas" por el "jardín": quedaba eso, más literario, más armónico, más "de escritor o poeta" (de poetastro más bien)...
Si a eso le unimos que quien ha creado el "jardín" y se preocupa de su mantenimiento, quien abona, trasplanta, cambia la tierra y poda es Esther y uno se limita a acompañarla con el coche a cargar la tierra, los abonos y las plantas que se compran, la simulación fictiva se aproxima peligrosamente a la farsa.
Es por eso que de los modelos literarios hay que utilizar lo justito para la vida cotidiana que es tanto como decir la vida. Literaturizar la existencia puede provocar que, al estilizar, lisa y llanamente se falsee.