3 de febrero de 2010

3 de febrero de 2010: de las dificultades inherentes a la compatibilización de trabajo y literatura


Ayer fue un día ejemplar para mostrar, y demostrar elevando la anécdota a ejemplo y el ejemplo a caso de un principio más abstracto, hasta qué punto la dedicación a la literatura es una cuestión de capital en el más amplio sentido del término.

Por la mañana, nada más levantarme, aún con con los ojos hinchados por una mala noche -me desperté a las tres de la mañana con un intenso dolor de estómago que no se calmó hasta una hora después, gracias a la distracción televisiva y unas hierbas digestivas- empiezo a actualizar la página web del sindicato para el que trabajo. Sin haberla acabado, acompaño a Marc al colegio. Tenía ganas de estar con él y charlar de fútbol americano (la Super Bowl se juega el domingo), nuestro "mantra" común, pero una serie de llamadas de móvil relacionadas con el trabajo sólo me permitieron hacerle unos gestos, darle un beso y despedirlo a unos cien metros de la escuela.

De vuelta a casa acabo la actualización y salgo corriendo hacia el Departamento de Educación, en la Vía Augusta, para recibir "formación" sobre un aplicativo que necesitamos conocer para facilitar certificados automatizados de nuestros cursos de formación homologados. Me llevo El plantador de tabaco de Barth para aprovechar el tiempo pus la novela de mi hermano, que también estoy leyendo, es poco manejable como manuscrito impreso (por las dos caras: escasez de papel).

Cuando por fin acabo, marcho hacia la oficina del sindicato, en la calle Pelayo donde intento, con mi compañero Flavio, poner en marcha un servidor con una distribución Linux, la "Ubuntu - Karmic Koala". Una hora después lo dejamos correr. Hay que reinstalarla porque ni él ni yo nos conseguimos acordar de la contraseña de entrada. Lo instalamos hace dos meses y no hemos podido volver a trabajar sobre ella y, por supuesto, no se nos ocurrió apuntar la contraseña.

Tomo el metro deprisa para llegar y hacerle la comida a Marc. Llegan Clàudia y Esther y comemos rápido porque Esther tiene que acompañar a Marc antes de seguir su jornada de tarde. Aprovecho para leer, estirado en la cama, unas páginas de la novela de mi hermano pero vuelve otra ronda de llamadas y sólo avanzo dos páginas.

En la revisión de la actualidad de cada tarde para la página web (hay que actualizarla varias veces al día) me acuerdo de que José Naveiras me ha enviado el enlace para que me descargue la nueva versión del libro en el que estamos trabajando desde hace un año. Lo pongo a bajar y recuerdo que tengo que escribir a Juan Ramón Mansilla (ha salido el número 3 de "Hilos de araña") y al editor Carlos Morales ("Toro de Barro") autor de una memorable edición del Cantar de los cantares. Pero se hace tarde. Tengo una reunión para aclarar aspectos del nuevo curso que estamos organizando y que comienza en pocas semanas.

Antes voy al Liceo a recoger las entradas de Tristan e Isolda, con decorados de Hockney, es todo lo que sé, y pierdo los nervios y conmigo un pobre mensajero, ante la morosidad de la señorita de atención al público que atiende con parsimonia a un individuo disfrazado de artista (sombrero, abrigo caro, pelo larguísimo, habla muy afectada) que entabla una agradable conversación sobre abonos, obras y gustos. Tarde, llego a la reunión que se prolonga una hora y media.

Por fin, llego a casa sobre las 19:30 y mi hijo me espera para jugar. Es un momento clave: tengo correos pendientes y me llega uno de María Jesús Silva, Ada, que me comenta, de paso, su extrañeza ante mi juicio sobre Auden. Una retahíla de correos de asuntos sindicales aparecen inmediatamente después.

Respondo los laborales y luego escribo a María Jesús, Juan Ramón y Carlos. Son las ocho. Ayudo a preparar la cena para el crío y reparto la ropa planchada mientras Esther prepara nuestra cena. Cuando acabo, Marc me espera para su cotidiana lectura. Leo un poco más de Barth.

Son las nueve pasadas. Ceno, me estiro en el sofá para ver House y cuando acaba intento continuar con la escritura de una novela en la que llevo metido diez años, más o menos. Son más de las doce y con menos de un cuarto de página escrita me voy a dormir para despertarme, otra vez, con un brutal dolor de estómago a las cuatro de la mañana. Intento aprovechar el malestar para leer pero no lo consigo. Una tanda de PS3 para jugar con Boise State Universityes todo lo que soy capaz de hacer y a las cinco a dormir.

Hoy me levanto y antes de empezar la jornada reviso los Blogs y veo que David González ya ha leído las cartas de amor de Bonnie & Clyde que salían el 1 de febrero a la venta. Lo ha leído por la tarde y de una tirada. Y yo recuerdo que quería ese libro, entre otras cosas, porque lo ha traducido Albert Fuentes, hijo de mi querido Manuel Fuentes, que no sé cuándo podré leerlo y siento envidia, mucha envidia, por no disponer del capital necesario (ni el económico ni el simbólico -ser un autor reconocido-) para dedicar más tiempo a la literatura aunque me alegre por David.

Ssiento que la literatura sigue siendo, también, para mí, una cuestión de clase social y el Dietario, género que este año estoy trabajando en esta bitácora, un lujo al alcance sólo de unos privilegiados: un género al alcance de unos pocos.

Pero ahí estoy: luchando por escribir un Dietario. El Dietario de un pobre diablo aburguesado sin capital literario y sin tiempo.