Y allí estaba Mandela en los noventa: desacreditado entre la vanguardia revolucionaria. Un demócrata, un pactista, un traidor a la causa revolucionaria universal que tenía una fase más en la lucha del negro bueno y oprimido históricamente contra el blanco malo e imperialista. ¡Qué desperdicio para la épica de la Humanidad revolucionaria! ¡Qué oportunidad perdida para erigir un nuevo Monumento a la Lucha por la Emancipación, la Justicia y la Libertad!
Allí estaba Mandela: un vulgar reformista seducido por el Capital y los medios de comunicación y partidario de la reconciliación y el perdón; una especie de Madre Teresa de Calcuta en africano...
Si a Gandhi opusimos el Che, a los Havel o los Mandela que se limitaban a apaciguar el sufrimiento les oponíamos la lírica del comandante Marcos o, peor, de ETA, el IRA o Hamás. Hasta que el comandante Marcos y Gerry Adams se encargaron de desmontar el invento, Hamás reveló un rostro que no era del todo agradable y ETA terminó de cubrirse de gloria en su camino sangriento. Pero siempre nos quedaban los pueblos: Palestina, Euskadi, Catalunya...
Y aquí está Mandela, en 2010, para mí. Ante su estatura moral y su dignidad sólo puedo, aprovechando que la película de Eastwood me ha hecho releer mi juicio sobre él, disculparme por mi necedad y por haberlo juzgado tan frívolamente.
Uno no debería permitirse el lujo de enviar al vertedero de la historia a un hombre que padeció casi treinta años de cárcel para luego renunciar a la venganza ofreciendo la clemencia y el perdón porque sólo con estas armas podría mitigarse el sufrimiento y no causar más en nombre del Pasado o el Futuro. Es pobre y pequeño ante la Épica de la Revolución, ante la Épica de la Salvación, pero seguro que Mandela causó menos dolor a sus ciudadanos que Mao, Castro, Franco, Hitler o Pinochet salvando las distancias, enormes, que también haya entre ellos.
Chapeau Nelson Mandela por su falta de épica. Su ética la hizo superflua.