30 de julio de 2012. Primera parte.
Saliendo del apartamento no hay ningún contenedor donde reciclar las botellas de vidrio. Tampoco es que importe especialmente pero a veces es, también, cómodo separar las botellas del resto de la basura: hay menos posibilidades de pegarles un golpe, romperlas y que se raje la bolsa y te cortes. Cojo el Sangiovese de Rubicano, barato y decente, un curioso merlot veneciano, el buen Syrah siciliano y un gustoso
grinolinio del Piamonte que hemos consumido en los últimos días, por la noche sobre todo, los apunto en la libreta de notas dejando un espacio para un posterior comentario cuando volvamos, los meto en una bolsa diferente y luego los tiro al mismo receptáculo donde Marc acaba de dejar el resto de desperdicios con tan mala suerte que caen en una zona donde no hay otras bolsas: el ruido de los cristales rompiéndose parece resonar a lo largo y ancho de la calle revelándome como un impenitente enemigo del reciclaje así que huyo apresuradamente del lugar sin mirar atrás señalándome a mí mismo como culpable del acto. Aun me durará la sensación de vergüenza hasta que pasemos la hermosa fuente de Tritón y tomemos el metro. En el andén, camino de los Museos Vaticanos donde tenemos hora a las diez en punto, la incomodidad desaparece y deja paso rápidamente a otras preocupaciones: la principal, llegar en punto, lo cual logramos por los pelos.
Una larga cola, que da la vuelta a la manzana, nos reconforta en realidad: suerte que obtuvimos via Internet entradas de todos los museos con la suficiente antelación para evitarnos las horas de espera. Con la suficiencia del turista satisfecho de sí mismo, de su previsión y cautela, pasamos por delante de todos ellos con rapidez, presentamos los billetes, cumplimos los requisitos de seguridad y entramos en las instalaciones con tres claros objetivos: la Capilla Sixtina de Miguel Angel,
La escuela de Atenas de Rafael y el
Laocoonte y sus hijos de Atenodoro y Polidoro de Rodas. Al poco de empezar nuestra ruta nos topamos con el primer inconveniente: el
Braccio Nuovo, donde se puede contemplar el famoso
Augusto di Prima Porta, está cerrado al público por tareas de restauración. Nos centramos en el museo Pío Clementino donde admiramos, en el Patio Octógono, el Laocoonte debiendo, eso sí, hacernos sitio a disimulados codazos ante los sucesivos grupos de turistas asiáticos que van llegando en avalancha. Es tan incómoda la situación de tener que estar luchando por mantener el lugar desde el cual observar con detalle y deleite la escultura que al final empleamos menos tiempo del que hubiéramos deseado. Algo molesto por el turismo de masas al que no quiero pertenecer, busco el
Apolo de Belvedere para descubrir que tampoco lo podremos ver: está, asimismo, siendo restaurado. Dejamos el patio y nos adentramos por las demás salas. Me consuelo con los bustos de Pericles, Platón y Sócrates y la Sala de las Musas y pasamos rápido por las salas
degli Indrizzi y de los Papiros en busca de los Apartamentos Borgia, la Capilla Sixtina y la Pinacoteca.