13 de marzo de 2013

Memoria de Saint Andrews (XX): Crail, Isle of May y Anstruther


30 de julio.

Penúltimo día de vacaciones en Saint Andrews que dedicamos, como cada año, a la tradicional excursión por la costa este del condado, la más conocida y turística, con sus pueblos pesqueros y sus aparentes atracciones culturales. Prescindimos, de nuevo, de la visita siempre pretendida a Pittenweem, Leven, Upper Largo y Elie y nos centramos, fieles a la costumbre, en Crail y Anstruther con la mirada puesta en la isla de May.

Como el día amanece despejado y caluroso, antes de que tome su habitual dirección hacia las nubes y la lluvia, tomamos el autobús en dirección al pretencioso Crail, hogar de pintores y profesores y antaño famoso por sus restaurantes cercanos al al puerto según alguna guía que nunca hemos podido contrastar: siempre hemos comido en el más vulgar Anstruther.

Media hora de vueltas por la típica carretera secundaria escocesa en la que a duras penas caben dos coches, aunque se separen oficialmente los dos carriles de la marcha, subidos como no podía ser menos al piso superior del autobús en el que se reciben los golpes de las ramas de los árboles y el calor del sol de verano que crea un ambiente asfixiante, nos conducen a Crail. Para recuperarnos del mareo, atravesamos el pueblo y nos encaminamos al promontorio cubierto de césped bien cuidado y salpicado de bancos "In loving memory of" que preside la costa entre las dos pequeñas playas de la villa y nos permite ver la isla de May a pocos kilómetros. Una isla que no hemos conseguido visitar nunca en el "Ferry", tal y como llaman aquí a un barco de pescadores reformado para meter a una treintena de personas en la cubierta, unas veces por el mal tiempo y otras por los horarios. Esta vez no abrigamos esperanzas de pasar unas horas viendo las poblaciones de puffins, "frailecillos", típicos del norte de Escocia y de las zonas árticas y perárticas, que pueblan los acantilados de la isla y que a veces puedes hallar en cualquiera de los peñascos cercanos. Marc, Clàudia y Esther se contentan con la descripción que hice de mi primera, única e inolvidable visita (por el colosal mareo y los vómitos), hace veinte años.

Estirados sobre la hierba, al sol, con el rumor de la corriente del Firth of Forth y los graznidos de gaviotas y cuervos, la calma nos invade de tal manera que en esta ocasión ni nos molestamos en vagar por Crail y contemplar las casas, las tiendas o las calles de la población. Cuando nos cansamos bajamos a una caleta en las afueras y jugamos en una balsa de agua fría y buscamos cangrejos entre las rocas.

A primera hora de la tarde para los británicos, mediodía pleno para nosotros, tomamos el mismo autobús ahora hasta Anstruther, menos sofisticado y más bullicioso pero también encantador aunque sólo fuera por la pequeña y casi siempre sucia playa y el sempiterno ferry que algún día habrá de llevarnos a la isla de May. Caminamos por el relativamente amplio paseo que la rodea y envuelve también el puerto y, como de costumbre, nos detenemos ante el edificio de ladrillo rojo de tres plantas, puerta verde y síntomas evidentes de paso del tiempo y abandono, que destaca en el tramo que va del puerto a la playa: la biblioteca que jamás hemos visto abierta y que parece evocar tiempos que seguramente nunca existieron; tiempos de pescadores que leían a Swift y Dickens en tardes de frío y galerna al amparo del whisky y el tabaco de pipa.

Tras comer un fish and chips en plato y mesa, mejor rebozado que de costumbre y con patatas más crujientes dimos un nuevo paseo por el interior del pueblo, plagado de curiosos pubs, y puesto que el sol había dejado paso a las nubes y el frío nos sentamos a esperar el autobús. Distraídos como estábamos, no nos dimos cuenta de que pasaba ante la parada y, al no hacer nosotros ningún gesto para solicitar la subida, seguía su camino como si no hubiera nadie sentado esperando su llegada o los turistas que allí estaban se entretuvieran en alguna otra actividad que no tenía nada que ver con el transpporte público. Por cortesía de los autobuses escoceses, una hora de llovizna y frío que nada tuvo que ver con las espléndidas imágenes de los lobos de mar leyendo a Sterne ante una copa de Oporto al anochecer.