Hace un par de fines de semana, Esther acometió la tarea de la indispensable poda. Por las tijeras pasaron el arce, el olivo, las buganvillas y los ficus. A la siguiente debía ser el turno de la tierra y el literario jardín, en realidad azotea, debería haberse impregnado del olor a abono, raíces y tierra húmeda. La lluvia lo impidió. Este domingo era el nuevo día marcado. Ayer, uno aportó su grano de arena conduciendo y cargando, que es lo suyo. Fuimos al vivero y compramos una preciosa y frondosa hortensia de flores de tonos fucsia, una peonía que se supone será roja si logra florecer, una dalia de un amarillo brillante, un
ornithogalum o Estrella de Belén de flor anaranjada para Clàudia y una pequeña damasquina junto a varios sacos de substrato universal de cincuenta kilos y de tierra ácida para la hortensia y el arce. Todo listo para hoy.
Por la noche, llevados por el buen humor nos decidimos a ver
Amor de uno de nuestros directores favoritos, Haneke, a quien hemos seguido fielmente desde
Funny games. Y, nuevamente, no decepcionó. Como en el caso de la maravillosa
Plataforma de Houellebecq, probablemente el gran acierto del austríaco al tratar el asunto del amor sea la reducción al mínimo de la estilización, de los recursos de repertorio de género para modelar el objeto de la representación, empezando por el mínimo maquillaje de los largamente octogenerios Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva y concluyendo en el retrato de la degradación física y psíquica de la enfermedad, que le confiere un efecto de aproximación a la realidad casi especular.
Hoy, la lluvia deja a las plantas en sus tiestos provisionales y hace más vivas las impresiones y reflexiones sobre la vejez, la enfermedad y el amor de la película de Haneke.