El viernes por la noche le tocó el turno a
Die Entführung aus dem Serail (
El Rapto del Serrallo) de Mozart, una de las primeras óperas en alemán. Como sufrí una cierta saturación de Mozart en mi juventud (el
Don Giovanni y
Las bodas de Fígaro eran la música de cabecera -y de cabezonería- de una antigua novia que las escuchaba día sí día también cuando yo lo que quería oir eran Mike Oldfield o The Smiths) fui con una cierta desgana.
Debo decir que ya el año pasado, al volver a ver tras varios años de descanso
Le nozze di Figaro, empecé a tolerar la posibilidad de que Mozart realmente no sólo estuviera en la tríada canónica intersubjetiva (con Verdi y Wagner) sino que también pudiera figurar en la subjetiva si hablábamos de la obra en sentido amplio y no de una obra en concreto con lo cual el camino para superar los prejuicios del pasado habñia quedado casi expedito.
Pero el viernes ya hube de rendirme a la evidencia. Qué le vamos a hacer. Quizás ninguna de sus óperas está entre las cinco o diez que prefiero pero habiendo visto y oído varias, en conjunto está por encima de autores algunas de cuyas óperas me parecen extraordinarias pero otras simplemente no las soporto (Puccini, Berg, Donizetti... no incluyo a Beethoven porque es un caso singular).
Una comedia, para los entendidos una ópera cómica, con una excelente dirección de escena de Christof Loy que ha vuellto a demostrarle a uno (recojo aquí, a partir de ahora, esta forma más impersonal que con notorio buen hacer utiliza Álvaro Valverde en su
Blog -"cosas del directo"-) que el buen rendimiento de una Ópera es inseparable de la actuación de los cantantes y no sólo de sus cualidades vocales como ya comenté a propósito de
Tristan und Isolde.
Y es precisamente este impresionante trabajo escénico la clave de que la reescritura o reinterpretación de esta obra de Mozart diera lugar a un debate con Esther acerca del respeto de la distancia histórica y los riesgos de la falsificación.