Hoy es el día de la República. Quede dicho. Por otro lado, continúo resistiéndome, pese a todo, a hablar de "Madrid" o de "Barcelona" como seres dotados de substancia propia y emancipados de los accidentes que somos los humanos que las construimos, preservamos y, gracias a Dios, en algún momento u otro, abandonamos o destruimos. Así pues seguiré sin hablar de Madrid más que como símbolo.
Llegamos por la tarde y tuvimos uno de esos habituales problemas con el hotel que provocan el comentario chovinista de turno. Estoy seguro que a algún viajero madrileño le habrá sucedido algo similar en Barcelona y habrá recurrido al mantra chovinista para sosegarse. En fin.
Copas y tapas por la noche y recuerdos del Madrid de nuestra juventud. Un Madrid visto por primera vez, para muchos de nosotros, desde el uniforme. Una ciudad fría y hostil erigida en torno a nombres mágicos que nos traían el recuerdo de los Conquistadores, el Imperio y América. Magia de selvas, Amazonas, bajeles, misiones, Eldorados, Moctezumas o Pizarros. También magia de Galdós,
Episodios Nacionales y la lucha contra el Francés que algunos de nosotros devoramos durante el Bachillerato. Pero, y no hay que olvidarlo nunca, el Madrid de Franco, el del desfile, la guardia mora, el Valle de los Caídos, la Plaza de Oriente, las Cortes, etc. El Madrid de la magia negra.
Y al día siguiente, en el Ateneo. Todos lograron entrar en el despacho de Azaña, que nos abrieron por deferencia, menos yo. La resaca de la noche anterior pasó factura y sólo pude arrastrarme lentamente al acto así que llegué cuando habían vuelto a cerrarlo. No fue una gran pérdida, de todas formas, pues Azaña no habita ninguno de mis altares íntimos.
Asistimos a la presentación del
manifiesto "Por una vuelta al sentido común en la Enseñanza" escrito por Ricardo Moreno Castillo, un venerable y humilde ilustrado, filósofo y matemático que, como otros notables pensadores de izquierda sobre los que hace poco he estado leyendo (Chomsky, Orwell, Sokal, etc.), aterrado ante la hegemonía de la charlatanería pedagógica postmoderna ha decidio rebelarse y reclamar un poco de racionalidad y sentido común.
No me extraña, por otra parte que esté espantado. Hace unos meses nos recibió en su casa y lo primero que hizo fue enseñarnos un ejemplar de no recuerdo qué obra dedicado por Salvador de Madariaga a su padre, un reputado profesor universitario que hubo de exiliarse en Inglaterra tras la victoria fascista. Hubiera sido descortés haberle manifestado mi baja opinión sobre Madariaga pero sobre todo, inapropiado. Ricardo es un hombre de este tiempo pero también de otro para muchos periclitado. Es decir, un hombre que vive en el proyecto de la humanidad y la eticidad universal. Un hombre que figura en la lista de desaparecidos del proyecto del lobby pedagógico que con su desastrosamente leído y peor entendido constructivismo arrasa las aulas de primaria y secundaria de este país.
Delgado, pausado, extremadamente respetuoso al manfestar sus opiniones, la persona más auténticamente tolerante que he conocido en mucho tiempo, no entiende cómo es posible que, en la actualidad, deba demostrar sus credenciales antifascistas e izquierdosas antes de ser admitido siquiera como interlocutor cuando intenta refutar las barbaridades de la jerga pedagógica hegemónica. Para él, tras los errores y los experimentos de los "expertos" y aspirantes a "ingenieros sociales" que atestan las titularidades y cátedras de pedagogía y que han condenado a varias generaciones de alumnos a la ignorancia no hay un juego político y económico de gran magnitud sino un problema de oscurantismo, mala fe o estupidez. Y en ese combate contra las sombras que acechan la luz de la razón y la pasión empeña gran parte de sus energías.
Yo hubiera escrito el texto con otro estilo (para decirlo sinceramente habría sido menos claro y más diplomático, más cobarde) pero hay que reconocerle a este hombre su valentía y su voluntad de verdad: su empeño en denunciar la desnudez del Emperador o, como otros dirían, en "llamar a las cosas por su nombre".
De su intervención destacar una obviedad. A propósito de la intervención de un asistente, crítica con la medicalización de las conductas éticamente reprochables (algo sobre lo que Foucault ya advirtió en su momento), Ricardo comentó algo así como: "Mi cerebro debe ser extremadamente simple pero para mí un alumno que agrede a otro alumno es un cabrón y debe ser castigado por su acción. De la misma forma que un marido que agrede a su mujer es un cabrón, debe ser castigado y no hay medias tintas en ello".
La odiosa corrección política llega al punto de aplaudir la segunda parte de la sentencia pero no de la primera y para muestra un botón: en Catalunya, el protocolo del
bullying o acoso a un alumno llega a la infame conclusión de que quien debe cambiar de centro, y se ve así castigado, es el alumno acosado y agredido y no los acosadores y agresores. Perversiones de la izquierda...