6 de noviembre de 2015

Crónica de la Nueva Edad (06/11/2015)


Aunque la precaución del descentramiento, de la excentricidad del sujeto narrador respecto a los acontecimientos históricos que en futuros relatos de la disciplina "Historia" se considerarán relevantes para el curso de la existencia social, siempre debería ser tomada en cuenta parece que en Catalunya y en España una gran mayoría de ciudadanos y la práctica totalidad de las élites políticas, así como las productoras de opinión y de cultura, consideran que nos hallamos ante los meses decisivos en la resolución del conflicto catalán aunque quepa discutirlo.

Así, por lo que uno ve y escucha últimamente, en esa Catalunya ya desconectada de facto y casi de iure de España que comprende prácticamente la mayor parte del territorio excepto los núcleos urbanos, zonas metropolitanas y cercanías de Barcelona, Tarragona y Lérida (donde se concentra la mayoría de los ciudadanos catalanes, dicho sea de paso), se da por seguro que la independencia es inminente. Parecen admitir dos desarrollos posibles del acontecimiento: los más optimistas creen que tras la próxima declaración del Parlament de Catalunya una España impotente y débil claudicará a causa de su incapacidad para actuar; los más "realistas" creen que una brutal e impotente España revelará su verdadera y tradicional faz, suspenderá la autonomía y traerá los tanques y la Guardia Civil, que desfilarán por la Diagonal, en un postrero intento de evitar lo inevitable antes de que la rebelión pacífica del pueblo catalán, combinada con la presión de los "aliados" de Catalunya y la comunidad internacional en general, les obligue a volver a cruzar el Ebro con el rabo entre las piernas y aceptar la secesión de Catalunya.

Por otra parte, en esa España tan irreal y construida mediática y políticamente como la Catalunya desconectada, que ahora parece apercibirse de la gravedad del contencioso catalán después de haberse pasado años hablando del soufflé que se deshincharía, de la proverbial cobardía de los catalanes, de que el problema catalán se solucionaría con una inyección de dinero dada a modo de limosna, etc. también se espera, desde el lado más optimista, la implosión del secesionismo por el cul-de-sac en el que creen que se halla y, desde el más "realista", su acabamiento mediante la ejecución de una batería de medidas judiciales y policiales que segarán la cabeza del movimiento.

Por ceñirse al lado al que uno está más cercano físicamente al menos, el secesionista, el problema es que algunos sucesos de estos días parecen estar desconcertando a una parte de esas élites y de la masa social ya desconectada al sugerir que el escenario podría no coincidir con ninguno de esos dos prefigurados imaginariamente. Así, la desconexión "automàtica" se está dando de bruces con la "obstinación" de las CUP en no investir a Mas, fiel correlato del mesianismo de los etnicistas que no aceptan otra posibilidad que la de no ser guiados a la Tierra Prometida por su Líder (hay que evitar otros términos sinónimos...), hasta el punto que el cruce de las acusaciones entre ambos bandos está empezando a subir peligrosamente (para la salud y cohesión del movimiento) de tono. Con todo, uno es de la opinión que es más probable que las CUP o Catalunya Sí que es Pot acaben cediendo dos diputados por las buenas o à la Tamayo - aunque eso sería mortal para la legitimidad moral del movimiento entre sus bases - a fin de evitar unas nuevas elecciones de las que, sorprendentemente, los secesionistas no quieren ni oir hablar: como si ya creyeran haber tocado techo y el riesgo de resquebrajamiento de su edificio fuera enorme, lo cual tal vez sea más una hipocondria que un temor razonable.

Pero si la desconexión líquida y suave presenta algunas resistencias inesperadas, obstáculos insólitos, el horizonte del enfrentamiento ha perdido bastante fuelle. Por una parte, el ministro del Interior dio al traste con el símbolo por excelencia del imaginario de la intervención española. La imagen de la Guardia Civil marcando el paso por la Diagonal, esperado por la mayor parte de los secesionistas románticos y etnicistas, fue borrada por el ministro del horizonte de posibilidades: "no somos tan tontos" (y aquí hay que recalcar, como hace mi amigo Robert, el "tan"). Por otra, el secretario general de las Naciones Unidas no contempló el caso de Catalunya como susceptible de encajar en el marco del ejercicio de los pueblos a autodeterminarse y cercenó el optimismo con el que algunos ideólogos del movimiento esperan la salida del atolladero: sin ir más lejos, el presidente de la ANC, Jordi Sánchez o algún que otro asesor que ya hace un par de años planteó en privado ante un amigo este objetivo como finalidad pragmática de toda la agitación. Y, finalmente, el "aliado natural" por excelencia de los secesionistas catalanes (a ojos de estos), los nacionalistas vascos, les ha vuelto a dejar en la estacada, moralmente hablando, al rechazar el procedimiento unilateral que han seguido y desmarcarse de una posible unidad de acción que, verdaderamente, podría poner al estado español al límite.

Ninguna de los tres contrariedades es grave o irreversible. Sin embargo, aunque sea difícil saber si la incertidumbre que está apareciendo con fuerza en conversaciones y medios por estas tierras está socavando el "ánimo secesionista", como ya anotaba Klemperer en su época es imposible captar desde la perspectiva de un sujeto cuál es el "sentir dominante" en una colectividad, hay que reconocer que la huída hacia adelante quizás esté introduciendo más elementos de riesgo en la empresa de la secesión de los que debería. Tal vez un planteamiento menos maximalista y más respetuoso con la pérdida del plebiscito les situaría en una perspectiva mejor que la que se estaría empezando a dibujar en estos momentos.

Pero la paciencia y la prudencia no se avienen demasiado bien con el entusiasta espíritu romántico...

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