La mercantilización del espectáculo es inseparable de la colusión entre la necesidad del capital de subsumir cualquier realidad posible, sea cual sea su estatuto, bajo su égida para asegurar no sólo su continua expansión sino también su supervivencia y el desarrollo de la capacidad de las antaño denominadas “fuerzas productivas” para generar, reproducir y distribuir imágenes a gran escala.
El funcionamiento del arte autónomo, fuente principal de la producción de imágenes sociales, respecto al capital, se empieza a resquebrajar a mediados del XIX en Europa y America del Norte como resultado de la progresiva comercialización de los productos espectaculares. Pero será sobre todo durante el siglo XX cuando esta inclusión en los mecanismos comerciales, favorecida por las mejoras tecnológicas en su generación, copia y distribución convertirá, definitivamente, a la imagen en mercancía. La inversión en pintura especialmente y en arte en general (manuscritos, bocetos, cartas, obras...), el cine de masas, los medios de comunicación escrita, las retransmisiones por radio, las televisiones, Internet, los videojuegos, la misma literatura del
best-seller, transforman lo representativo, lo espectacular, en una suculenta zona de ganancia y extracción de plusvalía.
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Observaciones anteriores)