Ayer, en Sarriá de Ter y acompañando a Marc, jornada de
flags (una versión del
American football sin contacto). Levantarse un domingo a las ocho y media con el anuncio de una hora y cuarto en coche y cinco horas bajo un más que probable sol de justicia presagiaban un día difícil así que hubo que pertrecharse con
Entreguerras y, para cuando la concentración disminuyera con la deshidratación, alguna otra prosa. Teniendo en cuenta el tiempo de espera entre el primer y el último partido, la perspectiva de dos o tres horas charlando de nimiedades con los demás padres, lo cual tampoco es de por sí un acontecimiento a despreciar pero sólo si hablamos de lapsos de tiempo moderados, sólo podía combatirse con esta ayuda por muy poco acorde con las pautas de sociabilidad comúnmente aceptadas en este entorno que fuera el aparecer con libros bajo el brazo.
Justo antes de salir escogí una historia del KGB. Buscaba algo ligero. Sin embargo, la sensación de renovada ciudadanía de la República de las Letras que le posee a uno desde el viernes hizo que, finalmente, la dejara en la estantería y tomara el libro que recibí hace poco de Eduardo Moga:
La pasión de escribil, su relato de tres viajes recientes a Hispanoamérica.
Acabado el primer partido y la primera ronda de conversaciones, con la excusa de comprar una bebida pude alejarme del grupo lo suficiente como para seguir con la lectura de Caballero Bonald. Media hora después, achicharrado, renuncié. Ya he dejado constancia por aquí de mi poco aprecio por el barroquismo, la acumulación de adjetivos, la yuxtaposición "a ver quién la dice más grande" o "para suscitar en el lector sensaciones y experiencias", el hermetismo o las diversas variantes de irracionalismo que consistan en la apología de la verbosidad. Que uno lea a los poetas canónicos que cultivan algunas de estas estrategias, varias o incluso todas, no significa que la experiencia sea placentera: no siempre leer está vinculado al goce; también lo está al deber. Diría que
Entreguerras no es un texto irracionalista pero sí barroco y, a momentos, sumamente hermético de modo que el esfuerzo de interpretación de numerosos pasajes puede ser de todo menos gozoso y más a treinta grados a la sombra. Claro que siempre está la alternativa de dejarse arrastrar hipnóticamente por el ritmo y la música de las palabras y sus libres y heteróclitas asociaciones pero no estoy seguro que sea el recorrido de lectura apropiado para esta obra así que cuando no pude más, me rendí y busqué otro auxilio.
Afortunadamente, por contra, el libro de Eduardo reconcilia con esa trabazón entre placer y lectura que también forma parte de lo heredado alrededor del concepto "literatura". En una hora devoré la mitad del volumen pese a que el sol, encorajinado, resolvió abrasar el polideportivo con más ahínco y convertir Girona en un pequeño Sahara.
La pasión de escribil recuerda a esa extraordinaria tradición de la literatura de viajes anglosajona, especialmente británica, que traza una cierta continuidad desde Samuel Johnson a Paddy Leigh Fermor a despecho de todas las divergencias e interrupciones que pueden encontrarse. No conozco suficiente la obra de Eduardo y tampoco a él pero aventuraría la hipótesis de que es un buen lector de esa tradición. La prosa ágil y una trama que no se deja encorsetar por la prescripción de lo que "ha de ser descrito" que caracteriza otras escuelas de literatura de viajes, ya bastarían para vincularlo a ese espacio dominante del relato viajero en lengua inglesa. Sin embargo, el elemento que a uno le obliga a inscribirlo en esa línea es el sentido del humor que atraviesa su texto de norte a sur y este a oeste. Es envidiable, y ya se sabe que la envidia es un factor de primer orden en la evaluación de la obra literaria, la facilidad con la que salpica la narración de ironía y sátira sin resultar sardónico ni cáustico pese a que, lo confieso, no quisiera encontrarme nunca en la diana de su pluma. Voy prefiriendo, con el paso de los años, escribir más bajo el signo de la benevolencia que bajo el de la sorna pero sigo encontrando un extraordinario placer en la lectura de obras de cualquier género que dejen un amplio territorio a lo cómico en sus distintas variantes, desde la comicidad aparentemente blanca y
naïf a la más corrosiva. Y diría que eso lo hace casi con maestría Eduardo. Y escribo "casi" para no parecer excesivo o adulador. No es de extrañar que lo esté acabando hoy como si se tratara de una novela policíaca y haya dejado la exigente lectura del poeta jerezano para mañana: disfruto tanto con la mordacidad de Moga que, como en los buenos relatos de viajeros, la "autosatisfacción en la satisfacción ajena" descrita por Jauss como el elemento fundamental de la experiencia estética, acaba por dominarme.