28 de febrero de 2014

"Otro" viaje a Italia (III): Wallace Stevens y Pisa


17 de julio de 2012. Primera parte.

Por uno de esos lapsus con motivos fundados más allá de la falta de concentración, al despertar me viene a la memoria un fragmento de un poema de Wallace Stevens que creo dedicado a Firenze. Recuerdo, más o menos, más menos que más en realidad, los versos "La vida de la ciudad nunca reposa. Tú no lo quieres. / Eso es parte de la vida en tu cuarto. / Sus cúpulas son la arquitectura de tu lecho.". Oigo los gritos de los operarios y paletas que rehabiltan un edificio cercano y contrapongo la presunta quietud de las cúpulas de Stevens al ajetreo que sacude mi modorra. ¿Será así a partir de ahora? ¿Una continua frustración de expectativas literariamente construidas? ¡Son las ocho de la mañana!

No será hasta que ponga orden a estas notas que me aperciba que el poema de Stevens habla sobre Roma y no sobre Firenze y que el fragmento que recordaba decía así:

"(...)
Y tú, tú eres quien lo habla, sin articularlo,
las sílabas más excelsas entre las cosas más excelsas,
el invulnerable entre rudos capitanes,
la desnuda majestad, si lo prefieres, de los arcos
de nidos de pájaros y bóvedas salpicadas por la lluvia.

Los sonidos penetran. Recuérdanse los edificios.
La vida de la ciudad nunca reposa. Tú no lo quieres.
Eso es parte de la vida en tu cuarto.
Sus cúpulas son la arquitectura de tu lecho.
Las campanas repican sin cesar nombres solemnes
en coros y coros de coros,
negándose a que la misericordia sea un misterio
del silencio, y a que cada soledad del sentido
pueda darte más que sus peculiares acordes
y las reverberaciones adheridas en un susurro (...)"

("A un viejo filósofo en Roma", trad. de Alberto Girri).

Tras desayunar con el ruido de los andamios empezamos lo que será nuestro recorrido por el interior de la Toscana por carreteras secundarias hasta Lucca y Pisa. Estaba pensado un camino por rutas principales más rápido y eficiente pero, como de costumbre, entre la ineptitud de uno y la del GPS acabamos realizando un largo itinerario que embellecimos gracias a la percepción de que estábamos efectuando un auténtico viajecito por la Toscana cinematográfica: la de los caminos de cipreses, viñedos, bosques y pequeños pueblos.

Desde Firenze a Pisa logramos cumplir el plan de viaje trazado por Google y el navegador. Ya en Pisa hubimos de aparcar en las afueras y coger un autobús para acercarnos al Duomo: pese a que habíamos llegado relativamente temprano, la ciudad hervía de autobuses y turistas cuya densidad se hacía más sofocante cuanto más nos acercábamos a la Torre. Al pasar bajo la muralla que da entrada al complejo, la Torre, no demasiado majestuosa a la primera mirada, se mostraba rezumante de visitantes: como un tronco devorado por miles de termitas. A los pies del Battistero de Sant Giovanni decenas de turistas tomaban el sol sobre la hierba en pequeños grupos. Por el camino que llevaba al monumento resultaba difícil caminar entre los que se apiñaban en torno a las tiendas de souvenirs, los que se arremolinaban alrededor del o la guía de rigor y todos aquellos que, subidos en los pequeños pilares que festonean la acera izquierda separándola del césped, se tomaban la rigurosa fotografía que simula al protagonista sosteniendo la Torre inclinada. Clàudia fotografió esa serie que ofrecía casi más interés que su ya conocida silueta: ese perfil que aprendimos de pequeños y que muchos de nosotros llevamos grabado en nuestro recuerdo, resultaba, en buena lid goethiana, corresponderse casi exactamente con el objeto real.