Es recurrente, en estas notas, la crítica a la concepción educativa que la izquierda realmente existente, los autodenominados "progresistas", los románticos del pleistoceno y los "profesionales de la revolución", es decir, la mayor parte del arco iris tradicionalmente incluido bajo el epígrafe "izquierda", proclama. No es para menos.
La izquierda, generalizando, quiere abrir la escuela al mundo, no cerrarla y considerar a padres y alumnos como usuarios del sistema educativo y, al tiempo, miembros de la "comunidad educativa" que debe regir el proceso de aprendizaje y transmisión de conocimientos que se supone todavía es la tarea fundamental de la institución escolar (aparte de la "formación de personas" o la "represión" carcelera
à la Foucault...). El problema es que esta concepción es peligrosa para su buen funcionamiento, entendiendo por tal "bondad" la postulación de unas normas generales razonables y aptas, en principio, para su respeto por parte de "todos" los receptores de la comunicación educativa como condición para el cumplimiento de su objetivo. Y es peligrosa porque los efectos que está produciendo son precisamente los más adversos para
los grupos sociales desfavorecidos que dice defender.
Esther me explica que el viernes, al final de la clase, uno de sus alumnos de segundo de ESO se acerca azorado e incómodo con su agenda abierta. Esther la toma y lee una anotación de su madre. La progenitora le escribe que quiere saber cómo va su hijo en Música y que la llame al móvil para explicárselo. La nota está precedida por otras dos dirigidas a otros dos docentes. Esther no se da por enterada: tiene más de doscientos alumnos y si tuviera que llamar a cada uno de los padres de esos doscientos alumnos una vez al mes o, peor, cuando el solicitante quiera para comunicarles cómo va su hijo, su jornada de trabajo se extendería más allá de cualquier límite aceptable para un trabajador, además del gasto en móvil... Máxime cuando hay un mecanismo establecido que, con sus defectos y límites, cumple esa función: para conocer al detalle la evolución del discente hay que ponerse en contacto con el tutor que "representa", por conocer su juicio, al colectivo docente en su función evaluadora. Con ello es suficiente. O debería serlo.
Pero lo peor no es esta actitud despótica de la usuaria que se cree con derecho a extender a su antojo la jornada laboral de un trabajador que cree a su servicio. Es su actitud fiscalizadora, consecuencia lógica del papel de usuaria y copropietaria del sistema educativo que le ha adjudicado el predominio del modelo educativo de la izquierda en este país desde la LOGSE: en otra de las notas, a la atención de un profesor de lenguas, la madre señala que ha llegado a su conocimiento que ha estado una semana de baja y exige saber la causa. Así como suena. Que la llame y le diga porqué ha estado una semana ausente. Ya no es un problema de protección de datos, de intimidad o de intromisión indebida. Es una colisión de derechos y una agresión al trabajador docente que el discurso educativo de la izquierda avala con la mayor de las imprudencias al insistir en el papel fundamental de los padres en el funcionamiento del sistema educativo.