Este fin de semana uno se ha acordado de Hermann Hesse, concretamente de las bellas páginas de
Pequeñas alegrías dedicadas a las tareas de mantenimiento del jardín a las que el suizo consagraba no poco tiempo. De aquellas páginas uno retenía una viva y fresca imagen de calma y goce, de demora y morosidad en las labores de acondicionamiento, mejora, cultivo, trasplante y limpieza, que el bueno de Hermann emprendía a finales de cada invierno. Unas ocupaciones que, de alguna manera, marcaban el inicio de la primavera y que no podían menos de evocar la supensión de la escisión entre hombre y Naturaleza.
Claro está, la construcción del bueno de Hermann era "literaria". Cierto. Mas no sólo en el buen sentido. Uno se teme que también fuera "literaria" en el aspecto menos agradable del término. En ese otro sentido más bien próximo a la tergiversación por estilización o la deformación por modelización. En ese otro matiz que la acerca peligrosamente a la falsedad.
Será, en su descargo, porque faltaban en la enumeración de los habitantes de su jardín, pero después de casi cinco horas dedicadas por los cuatro habitantes de esta casa al intento de trasplantar dos "ficus benjamín" de más de dos metros y medio de altura (y no está de más dejar constancia que el calificativo "benjamín" suena a broma de mal gusto) a nuevos tiestos, uno no puede dejar de pensar que o Hesse omitió ciertos datos sobre la factura física que comportaban esas labores o, simplemente, la lentitud, la degustación de los olores de la tierra removida, los abonos, las flores y las savias o la vivencia de la irrupción de la primavera dependen del tamaño de las plantas con las que trabajas y no cancelan ninguna escisión. Cuando éstas exceden la medida de tus manos, sólo hay sudor, cansancio, rasguños, músculos exigidos al límite, olor corporal, mejor dicho, mal olor corporal y un disgusto feroz que nos recuerdan la pertinencia de la escisión y que sólo se aplacan con una copa de vino o unas cervezas cuanto más lejos del jardín mejor.