El lunes por la noche, zapeando, uno se encontró con la
Consellera d'Ensenyament en un prorgama de la televisión nacional catalana. En una entrevista perfectamente acordada, como las que los políticos conceden a las televisiones públicas, se le preguntó si se reconocía como una "romántica del estado propio", como la calificó
La Vanguardia en su análisis de las posiciones dentro del
Govern catalán. La consellera afirmó sentirse a gusto con esa caracterización. Inquirida poco después acerca de una eventual tesitura en la cual el Gobierno español ofreciera el "concierto económico" a cambio de la "renuncia a la independencia" y cuál sería su elección, respondió que ella quería las dos cosas: primero una y después, como era una romántica, la otra.
Ese es un problema que aqueja al secesionismo y, en general, a cualquier nacionalismo: las perspectivas posibilistas y pragmáticas desde las cuales analizar las opciones que aparecen en su calidad de tales, de "estados de cosas" asociados a series de acontecimientos por lo general mutuamente excluyentes. La mirada romántica se realiza desde una idealidad que hace de la contrafacticidad su bandera y convierte cualquier opción en una mera "apariencia". Como no puede haber transacción posible, por su misma renuencia a aceptar cualquier hecho "dado" como prueba, su racionalidad se petrifica en una lógica irredenta que no conoce la contradicción y sobre la cual es muy difícil, por no decir imposible, construir acuerdos fiables, elecciones que descartan unos acontecimientos para optar por otros: serán considerados siempre sólo como epifenómenos cuya exclusión esconde una inclusión profunda.