26 de enero de 2014

Madrid, Pissarro


Ayer, viaje relámpago a Madrid. La estrategia sindical más racional dicta que, independientemente del resultado final del órdago secesionista, hay que pone una vela a Dios y otra al Diablo. Así, aunque el sindicato sea, y seguirá siendo, de ámbito exlusivamente catalán, también forma parte de una federación estatal que, por si acaso, debería reforzarse de cara a las próximas elecciones sindicales y más con el panorama trazado por la LOMCE y las deplorables alternativas que opone la izquierda.

Como siempre, Madrid parece un océano de libertad y aire fresco en las antípodas de la asfixiante Barcelona. Experimento en ella la misma sensación que mis amigos madrileños cuando vienen a Barcelona que es, para ellos, su propio océano de libertad y aire puro. Si viviera en Madrid, Barcelona sería esa ciudad mejor en la que uno anhelaría vivir. Lamentablemente, ese no es el caso...

Durante las horas de AVE, fallidos intentos de proseguir con el difícil El principio esperanza de Ernst Bloch y largas e interesantes charlas con Lucía y Xavier que le dejan a uno tres impresiones bastante claras al volver a casa:

a) la dificultad de la acción política "justa" en estos tiempos ante la avalancha de urgencias que nos sacuden;

b) la sospecha, cada vez más fundada, de que el aval de pruebas históricas sustenta más la posibilidad de algo parecido a unas tendencias generales de la conducta humana (todavía uno no se atreve a utilizar el concepto de "naturaleza humana") que no invitan precisamente al optimismo; y

c) la convicción de que buena parte de los ciudadanos con ánimo crítico que no se identifican con ninguna forma de pensamiento político "realmente existente" se está deslizando a una nueva forma de utopismo invertido: la distopía o, en su extremo, el apocalipsis.

Hoy, para aportar algo de luz al negro horizonte que, por momentos, se albira, visita a la exposición de Pissarro en Barcelona en su último día. Aparte de los caminos, las nieblas, los puentes de Londres y Rouen o las calles de París que a uno siempre la habían fascinado, dos cuadros extraordinarios que desconocía: Le champ du chou y The Cote des Boeufs at L'Hermitage, Pontoise. El primero resalta a primera vista por su capacidad para representar la cenicienta luz primaveral y su riqueza en el uso del color verde en sus diversas tonalidades. El segundo, por contra, pasa desapercibido inicialmente pero si se le dedica el tiempo necesario y se ayuda uno de los comentaristas, destaca por su complejidad compositiva (al menos tres planos distintos).

Tan sólo al llegar a casa descubre uno, con apuro, que Le champ du chou ya lo había contemplado en el Museo Thyssen y que, sin embargo, en una especie de efecto secundario del "síndrome de Stendhal" le había pasado inadvertido. ¿Será que la belleza depende, también, no sólo del contexto social, histórico o psicológico, sino de su "cantidad"?