Preferí el fantasma pero al hacerlo siguió "presente" hasta el punto que, tras abandonar por segunda vez la Filosofía, esta vez renunciando a la investigación en la
Societat Catalana de Filosofia y al proyecto de tesis sobre el postestructuralismo, seguí, sin embargo, leyendo y releyendo a Derrida. Y no sólo eso sino que a partir de él, por ejemplo, me embarqué en la lectura de
Sein und Zeit de Heidegger, que me ocupó unos intensos siete meses en 1992, tarde sí, tarde también, aunque lo hiciera desde una posición más cercana al goce diletante que a otra cosa.
En 1993 se publicó
Spectres de Marx, su tan esperado "cara a cara" con el marxismo. Nada más tener conocimiento de la noticia, encargué el libro a Francia y lo devoré en pocas semanas. Más de siete años rastreando en las elipsis y los márgenes de su escritura cuál podía ser la actitud "real" de Derrida respecto al todavía hegemónico discurso marxista se resolvían por fin: recuerdo que fue como leer una especie de ensayo policíaco que le dejó a uno satisfecho porque el desenlace final le situaba en ese lugar del espacio donde siempre había querido que estuviera.
Con todo, hasta el año 95 uno seguía considerándose "compañero de viaje" de la comunidad derrideana aunque no miembro de ella. Ese año llegó el turno de desplazarse definitivamente del estéril campo filosófico delimitado por las facultades de Filosofía barcelonesas al aparentemente lleno de posibilidades de la Teoría de la Literatura en la Universitat Pompeu Fabra. Al final se revelaría tan estéril, mediocre y festoneado de arbitrariedades, capillas, endogamias e incompetencias intelectuales como la práctica totalidad de las facultades de letras de las universidades españolas: salvo honrosas excepciones fruto generalmente del azar o de la puesta en marcha de un campus, la inmensa mayoría de las plazas docentes adjudicadas en letras son el resultado simple y llano del "dedazo" y han dado lugar a una castrada academia de pobrísima calidad. Mas ese es otro tema sobre el cual algún otro momento será preciso volver.
Entre 1995 y 2000 volví "académicamente" sobre Derrida (y otros autores): la domesticación de su pensamiento, la reducción de su heterogeneidad y el intento de pensar su obra como un "pensamiento de la complejidad" susceptible de entrar en diálogo con las teorías de la complejidad formuladas en los ámbitos de las ciencias sociales y naturales desde los años cincuenta, constituyó el núcleo de un trabajo de doctorado que no conoció mejor suerte que el
cum laude de rigor y la incomprensión de unos filólogos que no entendían demasiado de Filosofía, por no decir nada.
En esa tesis se llevó a cabo un cierto ajuste de cuentas con Derrida: con su fantasma, con su modelo, con la ambivalente relación de admiración y sospecha, de entusiasmo y distancia, establecida y, también, con su omnipresencia. Leída y descartada cualquier posibilidad de ingreso justo (mérito, capacidad y publicidad) en la institución universitaria y ajustadas las cuentas con el francés bajo la especie de una domesticación de su pensamiento llegó el definitivo adiós a la Filosofía y a Jacques Derrida. No leí ninguno de los numerosísimos textos que publicó a partir de entonces y su muerte, en octubre 2004, aunque me sorprendió, me afectó menos, mucho menos, de lo que hubiera esperado y, en comparación, casi nada comparado con la noticia de la de Francesc J. Fortuny unos meses antes, en junio y de la que no supe hasta bastante más tarde.