Fin de semana de encuentros y reflexiones. El viernes, comida con Rais. Como viene siendo habitual en nuestros últimos encuentros no acertamos con el restaurante en esta Barcelona de sitios caros y platos mal cocinados pensados para turistas que, se sospecha, no volverán: si los propietarios creyeran lo contrario no hay manera de entender cómo son capaces de cobrar cantidades indecentes por cartas deplorables. Con todo, como siempre es un placer hablar con Rais no sólo por la larguísima y profunda amistad que nos une sino por su capacidad para escuchar y la audacia de sus planteamientos, la comida en realidad es lo de menos. Entre los muchos asuntos acerca de los que hablamos, uno recogió nuestra atención durante bastante tiempo por la amplitud de sus consecuencias: la crítica a la reducción de la ética a la política que la mayor parte de la izquierda ha realizado históricamente y de la que ambos participamos con entusiasmo durante años y por la que, por ejemplo, criticamos a Foucault o Derrida en su momento. Ahora entendemos mucho mejor el
ethical turn del primero o la resistencia a subsumir la primera en la segunda del argelino. Ahora (hemos tardado mucho, es verdad) comprendemos la irrenunciabilidad de la ética y, cuanto menos, la necesidad de evitar su sumisión a la política: sin una reflexión previa o simultánea sobre la eticidad individual las puertas al totalitarismo político se abren de par en par.
El domingo,
vermouth en la Plaza del Sol con Eduardo Moga. Aunque no nos conocemos desde hace mucho y lo que me une a él es más fino y quebradizo, más contextual y lábil, tiene uno la sensación de que hay un vasto espacio a explorar presidido por la indefinible promesa de una amistad en la que escritura, vivencia y finitud se anudarían sosegada y fecundamente de esa manera siempre inconcebible pero presentida que inspiran algunos de mis deseos respecto a los demás. También, aparte de los intercambios más cotidianos y jocosos - pero como en el caso de Rais imprescindibles - algunas reflexiones interesantes acerca de la traducción, el capital simbólico, Celan, etc. Al final, como la anterior vez que nos vimos, una sensación satisfactoria en la que se mezclan la alegría y la envidia: alegría por hallar un interlocutor con el que poder dialogar francamente acerca de la vida en la República de las Letras y sobre ésta; envidia por su capacidad de mantener el equilibrio entre las servidumbres de la pertenencia a ésta y el mantenimiento de una franja de ser ajena y distante, algo que uno nunca ha logrado y por lo que también, aunque no únicamente, vive en este exilio eremítico respecto a ese mundo idealizado. Él sabe que no es un patricio con residencia asegurada. Habita en un barrio más modesto, sabe qué peajes ha de pagar y los abona para que le permitan deambular por el centro de la República pero no parece sentir melancolía alguna por retornar cuando el pase ha caducado.
Amplitud y vastedad gracias a ellos que ensancha este angosto valle en el que a menudo uno habita.