Con todo, cabe oponer reparos a un relato de la emergencia de la sociedad del espectáculo que la convertiría en una novedad absoluta al resaltar el lado de la diferencia, de la brecha. Es cierto que, por ejemplo, el lugar del teatro en la Atenas clásica era el del aditamento, el afeite, algo cosmético que el corazón de la ciudad debería segregaría si hemos de creer al discípulo de Sócrates: allí sería un arrabal de la actividad humana, Sin embargo, con pocos años de diferencia, en el Asia menor helenizada, el espectáculo mistérico tenía un papel nuclear en la actividad colectiva ylo imaginario, lo mimético, lo representativo, lo fingido, devenía cosa, principio, origen, centro, ser, inmediatez.
Pero es que, además, a despecho de la inmensidad del desplazamiento y la contundencia de la desemejanza, de la alteridad, un funambulista podría recorrer el delgado pero firme cable que enlazaría la fuerza y el vigor del espectáculo en las avanzadas y complejas sociedades occidentales con su presencia efectiva y poderosa en pueblos “primitivos” como aquellos nambikwara de grato recuerdo estructuralista donde en el chamán es capaz de distinguir los adornos visibles, así como los invisibles, de cada habitante de la tribu y donde algunos de los pobladores de la región imaginaria, los espíritus de los muertos, no se limitan a aparecer entre los vivos sino que dejan su huella en su carne: golpean, agreden e intervienen en el acontecer de sus vidas de modo que puede decirse que la relación social está mediatizada por esa figura que no es ni presencia ni ausencia, ni ser ni no-ser: la imagen, lo imaginario, bien sea imaginado por el sujeto, compartido por otros sujetos o, como en estos tiempos, generado técnicamente. “El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes” (Debord, p38).