Hoy día, en gran parte de nuestro mundo, el espectáculo no parece un simple acto representativo, algo accesorio, sino el núcleo mismo de la interacción: la propia realidad social.
Debord en su célebre opúsculo La Société du spectacle (1967), que lanzó a la arena mediática el concepto, ya señalaba al respecto: “El espectáculo, entendido en su totalidad... no es un suplemento del mundo real, una decoración sobreañadida. Es el núcleo del irrealismo de la sociedad real” (p39 de la trad. castellana de José Luis Pardo, 1999). Y ése sería uno de los desniveles de la orografía espectacular contemporánea comparándolo con la de otras épocas: ahora lo que representa, el signo, la copia, la imagen, el medio, no es, como para el anciano Platón, un grado inferior en la escala ontológica, una sombra de lo representado, de la cosa, del referente, del original, sino la fuente de la luz de éste. No es el evanescente ornamento de una materia densa, la excrecencia ociosa de un trabajo substante sino una fuente de substancialización, de realidad.