El viernes, después de un verano en el que volvimos a frecuentar las salas de cine con acierto desigual lo que nos llevó a inhibirnos todo el otoño (por ejemplo, la ingeniosa y artificial
Shirley o
El secuestro de Houllebecq, sólo apta para los incondicionales del escritor francés como el que escribe), vencimos la pereza y el cansancio para ver
La sal de la tierra, el documental de Win Wenders sobre la vida y la obra de Sebastiâo Salgado. Una vez más, como con
El amigo americano,
El estado de las cosas o incluso la celebrada
Paris, Texas, la obra de Wenders le dejó a uno insatisfecho. Es una costumbre que hay que poner, evidentemente, en mi debe como espectador pero que no cesa de encontrar argumentos para reforzarse. Esta vez no fue una excepción pese a que se haya quedado menos corta que las anteriores y la decepción no ha podido cubrir por completo la obra.
De esta desigual pieza, retener el vigor del horror retratado por el brasileño en Etiopía durante la hambruna del 84 y en Ruanda durante los tiempos del genocidio, espléndidamente recogidos por el alemán, y el peso, todavía, de algunos clisés del pensamiento "progresista" como cuando, tras describir el contacto con una tribu amazónica, concluyen Wenders y los Salgado (padre e hijo, este último co-director de la película), que sus miembros viven en el "paraíso". Todo tan políticamente correcto que algo chirría cuando Sebastiâo explica que uno de los habitantes le ruega encarecidamente que le regale su cuchillo. Como cuando en
Star Trek II: La ira de Khan el comandante Kirk desmonta argumentalmente la presunción de Dios de ser tal con su demoledora pregunta "¿Para qué quiere Dios una nave espacial?", este desafinado, que no es otro que el de la impostura del "buen salvaje" y la mistificación romántica del retorno a lo primigenio, se delata en la necesidad imperiosa de preguntarse "¿Quién necesita un cuchillo en el paraíso?".