8 de septiembre de 2012

Y aun más sobre "La educación prohibida" (I)


La lista de supercherías de "La educación prohibida" no deja de rondarle a uno. Y, por supuesto, la claudicación incondicional del pensamiento antes llamado "crítico" atribuído a la izquierda ante las distintas variedades del pedagogismo constructivista que la anima.

Aparte de la experiencia como espectador de la degradación de la enseñanza media a raíz de la implantación de la LOGSE y el modelo constructivista y sus derivaciones más o menos extremistas, simplistas y ortodoxas o heterodoxas en tanto que docente desde principios de los noventa y, posteriormente, de representante sindical, hay al menos tres elementos que le conducen a uno a rechazar virulentamente la dogmática pedagogista hegemónica plasmada ejemplarmente en "La educación prohibida" y manifiestos como el difícilmente digerible "No es verdad":

a) la proximidad objetiva entre su retórica y la neoliberal y ya sabemos que la retórica no es una cuestión menor y que, aunque las palabras no tengan amo, las cercanías discursivas acostumbran a acompañar las solidaridades prácticas (políticas);

b) el totalitarismo metodológico y epistemológico y su rechazo del pluralismo bien ocultos bajo un pretendido modelo relativista que lucha contra la totalización y fomenta -aparentemente- la pluralidad;

c) la palmaria contrafacticidad de sus tesis de más bajo nivel, más "observacionales": la contradicción entre ellas, el sentido común y los hechos intersubjetivamente asumibles como evidentes por una comunidad.

Respecto a la primera y, para no extenderse demasiado, basta con reproducir algunas líneas del artículo de José Ramón Rallo "Revolucionemos la educación: privaticémosla" publicado en Libertad Digital hace unos días. No es, obviamente la simplicidad de la apropiación de la terminología "revolucionaria", sino la topología de lo "tradicional", "obsoleto", "centralizador" y "vertical" frente a la "experimentación", la "innovación" y la "diversidad", vinculada a una organización del discurso que acaba haciendo del alumno individual único e irrepetible, singular, y no del conocimiento que debe suministrarse a la inmensa mayoría de alumnos sin distinción de sexo, clase o religión, el eje de la enseñanza, la que acaba uniendo objetivamente el neoliberalismo más extremista con el progresismo más reaccionario. Y el suelo común de ambos: el discurso pedagógico hegemónico y cruelmente incompetente.