Que a uno la suerte de Garzón le sea relativamente indiferente tiene al menos un par de motivos: durante la represión del independentismo catalán antes de las Olimpiadas del 92 (y no creo que nadie sospeche que abrigo ninguna simpatía por ningún tipo de nacionalismos) el insigne juez jugó un papel cuanto menos discutible que, como se han encargado de recordar muchos por estos lares, no fue precisamente "garantista" con las personas que ordenó detener y procesar; en segundo lugar, su investigación sobre los GAL tuvo un sesgo oportunista y vengativo al menos en apariencia. Quizás le moviera un deseo de justicia legítimo pero "la mujer del César no sólo ha de ser honrada, ha de parecerlo" y que se acelerara la instrucción cuando salió del ministerio hace que quepa una duda razonable al respecto.
Digo esto porque uno no cree que la sentencia de Garzón sea una muestra de revanchismo neofranquista o una señal que se envía desde "arriba" en este momento histórico en el que parece claro que se está produciendo una agudización de la lucha de clases en esta esquina de Europa (y en todo el continente).
Por contra, la reforma laboral sí es una muestra indudable de la coerción de los clases dominantes y de la involución democrática que están llevando a cabo. El caldo de cultivo para una revolución, que insiste uno, seguramente no será la que anhelan muchos de los que la aman con pasión, se sigue cociendo: el fuego se ha subido un poquito más.