Desde hace dos días no hay cielo en la ciudad. Sólo acero, ardiente acero en continuo movimiento y neblina que aplasta. El cielo se alejó, como acostumbra a suceder tantas veces, y nos dejó en la cercanía de la obra humana. Bajo esa luz de agosto que refulge en la grúa chirriante, actual ordenadora de nuestro mundo, no se puede escribir ni con el aire acondicionado. La mente está colonizada por el calor, el poderoso acero y la nostalgia del cielo oculto.
Tan sólo soy capaz de vagar por los blogs y leer literatura de entretenimiento: historia militar, concretamente, el pésimo
¡Asedio! de Patrick McTaggart. Al menos en el
Blog de suscripción de David González encuentro un texto del último trabajo de una poetisa que me interesa, Denise Duhamel, traducido por él y Dagmar Buchholz.
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$200.000Cuando mi abuelo paterno se murió, mis padres utilizaron el dinero de la herencia y nos llevaron a mi hermana y a mí a un crucero. Lo derrocharon todo -qué demonios- mi familia nunca había disfrutado antes de unas verdaderas vacaciones. Mi abuelo vivió toda su vida en un piso de alquiler con agua fría, con mi abuela, que se había muerto justo unos pocos años antes. Tuve mis primeras verdaderas quemaduras del sol en este crucero, las deliciosas ásperas sábanas frías de la cama de la cabina contra mi espalda. Había dulces cada noche en tu almohada y toallas decoradas con motivos de pájaros. Aparentemente, mi abuelo no se fiaba de los bancos y había amontonado el dinero debajo de su colchón. El traje de baño de mi hermana era amarillo y el mío era azul escocés. Mi padre y sus dos hermanos dividieron el efectivo como si el dinero fuera una baraja de cartas. En el bingo infantil mi hermana ganó una muñeca marinera y yo diez billetes de dinero de juguete, cada uno de 100.000 $. Mis padres tomaron sus bebidas color neón a sorbitos en el bar. Mi madre parecía una glamurosa actriz de
As The World Turns con su blanco vestido de cóctel y sus tiras doradas en la espalda. Un día un camarero le trajo un pastel por su cumpleaños y la besó en la mejilla. Mi madre siguió diciendo que ella era una mujer ociosa, que seguramente podría acostumbrarse a ello. Yo también empecé a acostumbrarme a ello -mi millón güay con la cara de Woodrow Wilson en cada billete. Iba con cuidado para no arrugar los descomunales dólares cuando los llevaba en mi bolso de paja con las conchas de mar pegadas en el frente. Jugaba a Marco Polo con algunos críos cuyo padre, un banquero de Denver, me contó que 100.000 $ era el billete más grande jamás hecho. Estuve realmente impresionada hasta que me explicó que aunque mi dinero de juguete se volviese real de repente no podría gastarlo porque esos billetes solo podían ser usados para transacciones gubernamentales..."
KA-CHING. University of Pittsburgh Press, USA, 2009. Traducción al castellano de Dagmar Buchholz & David González.