24 de enero de 2010

24 de enero de 2010: "Paranoid Park"


Anoche vi Paranoid Park de Gus van Sant. Aunque salir a tomar una copa hubiera sido lo suyo la indolencia se había apoderado de mí desde que me desperté. Lo poco que hice lo hice con desgana y hastío y cuando se hizo de noche pospuse la copa para después de cenar, a la espera de viento de popa, y eso fue mi definitiva perdición. Si cenas en casa no por estrechez económica sino por estrechez de ánimo, estás sentenciado. Supongo que bastante hice con buscar entre las películas descargadas y cogerla.

No había vuelto a ver nada de van Sant desde Drugstore Cowboy y My own private Idaho, de las cuales guardaba un buen recuerdo. De Paranoid Park no sé si lo guardaré. Seguramente la recordaré pero no por los mismos motivos que las otras dos. Tiene una factura aparentemente excelente: una agradable y original banda sonora, una excelente recreación del mundo de los skaters adolescentes y una narración discontinua y desmadejada repleta de analepsis y prolepsis que le daría un toque de singularidad dentro de unos límites.

Sin embargo, oída la banda sonora fuera del contexto de la película, resulta anodina y floja. Hoy, la construcción del universo skater adolescente no me parece tan meritoria (aunque no es fácil salvar la distancia entre los referenciales de la adolescencia actual y los cerca de sesenta años del amigo van Sant). Y, finalmente, la estructura narrativa de la película me parece algo gratuita: nada hay en la lógica de la trama que la justifique salvo la voluntad de no narrarla de un tirón o la pirueta exegética un poco forzada de hacerla coincidir con los inicios y reinicios de la descripción de los acontecimientos que el protagonista relata en una carta.

Con todo, lo peor es lo tramposa que, a mi juicio, es la película. Centrada en el asesinato "involuntario" de un guardia de seguridad - que muere partido en dos por un tren que le atraviesa después de que el protagonista adolescente le propine un golpe con su tabla como respuesta al intento de aquél de desalojarle de un mercancías en marcha al que se habían subido como diversión - no hay ni una reflexión, ni un minuto de dedicación al sufrimiento de la víctima y sí al del homicida. Es un punto de vista respetable pero si se quiere enfatizar el entorno causal que conduce al fatal desenlace no estaría de más tomar también a la víctima como algo más que un elemento del decorado.

Como ilustró Hannecke en Funny games, los códigos cinematográfico-morales sobre la violencia se articulan muy específicamente y cuando el asesinato es inmotivado o gratuito o, simplemente, azaroso, generalmente el cine de consumo organiza algún tipo de respuesta que lo justifique o explique y compense al espectador por la ruptura de la representación pacífica de la interacción humana.

Van Sant no sigue, obviamente, estas convenciones pero su alternativa es la que me parece sesgada y tramposa. ¿No hay compensación o justificación? De acuerdo. Pero recrearse en el entorno hostil del joven y en su drama sin atender a la otra parte implicada es ya una suerte de compensación-justificación.

Asimismo, resolver -en el mejor de los casos como justificación, en el peor como simple ejercicio terapéutico- la muerte de un inocente, en este caso un cincuentón trabajador, con una carta que el joven quema después de escribir y en la que exorciza los factores que rodearon al suceso y el suceso en sí, muestra esa moralidad de clase privilegiada (económica o intelectual) que otorga más valor a la contricción del homicida que al padecimiento de la víctima y más interés a la comprensión de sus motivaciones que a la justicia y la compasión por la víctima.

Van Sant hace trampa porque pretendiendo evadirse de los códigos morales que rigen el tratamiento cinematográfico estandar de la violencia nos sumerge en una normatividad pervertida que reemplaza al auténtico "inocente" por su "inocente", convierte a la contricción espiritual en el castigo proporcional del crimen "no intencionado" y cosifica a la víctima.