Para concluir. Creo, sinceramente, que
Contra la nueva educación es un buen ensayo, en el sentido más exacto de la apreciación, pero unas horas después de finalizar la lectura, la embriaguez del deleite había dado paso a un regusto agridulce, que es el que parece haberse impuesto en el ánimo de uno. Por varios motivos.
En primer lugar, porque pese a su calidad cabe dudar que los medios de comunicación, todavía los más poderosos generadores de opinión pese al auge de las redes sociales, le concedan la atención que merecería: es un libro controvertido pero mesurado y bien intencionado, que trata a sus objetos de crítica con respeto y que huye de la grandilocuencia, de los titulares, del amarillismo sensacionalista y, además, contracorriente, por lo que es difícil que reciba el suficiente espacio como para hacerse oir entre tanta palabrería pedagógica amplificada mediáticamente siquiera como agente polémico.
En segundo lugar, porque no puedo evitar experimentar un cierto pudor, o vergüenza más claramente, al pensar que la crítica que lleva a cabo Alberto tan necesaria y pertinente y compartida por muchos docentes de este país y que deberíamos realizar a menudo, de hecho en cada ocasión en que alguna impostura intelectual de este calibre llega a la opinión pública, ha sido pospuesta una y otra vez en nuestro oficio por una combinación, diría a tenor de lo que uno ha visto estos años, de ingenua condescendencia y fatigada pereza. Condescendencia, porque muchos docentes pensamos que algunas de estas supercherías se descalifican por sí solas o que nadie en el pleno uso de su sentido común o que conozca la realidad cotidiana de las aulas puede dar crédito a propuestas que ignoran olímpicamente la obstinación de los estados de cosas existentes y de los posibles. Pero ingenua porque este pensar que "caerán por su propio peso" olvida la fuerza rectora de algunas ideas por muy contrarias a la realidad que sean. Pereza, puesto que, como señalaba Ricardo Moreno, "resulta aburrido leer tantas tonterías": la mayoría de esas innovaciones pedagógicas se formulan en una jerga hiperbólica y pretendidamente rigurosa, por no decir pretenciosamente cientifista, que hacen ardua su lectura a fuerza de tener que tolerar un uso impreciso, y hasta desquiciante, de ciertos conceptos y expresiones. Pero fatigada ante todo pues este esfuerzo debe tener lugar después de una larga y a menudo extenuante jornada de trabajo: dar clases en secundaria no es una labor fácil, fluida y creativa como en la Universidad.
En tercer lugar porque, con el paso del tiempo, uno cada vez es más consciente del abuso de una deficientemente comprendida jerga postestructuralista por parte de buena parte de la pedagogía innovadora y oficialista, en especial de la obra de Michel Foucault y, en menor medida de la de Deleuze y Lyotard. Afortunadamente, como la de Derrida es indigerible sin una profunda formación filosófica sólo hay que padecer usos esporádicos de "diseminaciones" y "deconstrucciones" varias. Sin embargo, la estrategia deleuziana de la "desterritorialización" para producir conceptos con los que describir "nuevas realidades" ha sido, paradójicamente, "desterritorializada" a su vez ("justo castigo" pensarán algunos) y convertida en un hábito irreflexivo que se suma a la insistencia foucaultiana en el valor de la ruptura, de los saberes excluidos, de la diferencia reprimida y a la descripción lyotardiana del fin de los "grandes relatos" para generar un paradigma que subyace a muchas de las propuestas educativas innovadores. Mas este "paradigma" no es más que un
collage discursivo heterogéneo e incoherente presidido por el relativismo, el valor positivo de la diferencia y el uso frívolo de conceptos procedentes de otros dominios para describir, "nuevas realidades" que, muchas veces, son pura y llanamente "inexistentes".
Finalmente, para alguien que se ha considerado "de izquierdas" desde la adolescencia, constatar el vínculo que Alberto retrata muy bien entre la izquierda romántica y antiilustrada, las corrientes neoliberales y el utopismo teconológico, no es plato de buen gusto. Hasta tal punto que podría estar tentado de pensar que en más de un aspecto, actualmente, la línea de demarcación principal de la discusión ética y política (o, mejor, de la "batalla") en torno a la educación y la instrucción pública no es entre izquierda y derecha sino entre antiilustrados e ilustrados y, lamentablemente, aquí no puedo situarme siquiera cerca del "bando" en el que tradicionalmente había creído estar y que ahora está dominado por el romanticismo más grosero y simplista.
P.S: Por cierto, a aquellos que todavía se comprenden como susceptibles de ser incluidos en "la izquierda" y que creen en los valores de la "ilustración" en su más amplio sentido, les recomendaría encarecidamente este libro. Quizás se desmarcarían del respaldo acrítico a las tesis educativas de esa izquierda política realmente existente que tan bien se acomoda a las exigencias de la versión más cruda del neoliberalismo económico.
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