El juicio del que escribe sobre este presidente nunca ha sido demasiado benévolo. Hueco, cortoplacista y demagogo como no debería serlo un alto responsable político de un país, ninguno de sus aparentes guiños "izquierdistas" (derechos civiles, memoria histórica, subsidios) han ido nunca mucho más allá del rendimiento electoral y mediático. Por contra, en su debe cabe reprocharle que no haya sido capaz de emprender una política fiscal equitativa y rigurosa, que la política educativa haya seguido siendo perniciosa o que los derechos de los trabajadores hayan ido en continuo declive y sus condiciones laborales se hayan deteriorado. Eso para no hablar, pues a uno le da lo mismo, de una errática política exterior.
Por suerte se va y deja un magnífico regalo que, al menos, servirá para que otro mercenario de la política, Rubalcaba, no pueda llegar a ser presidente. Asimismo, condena a la izquierda realmente existente a una larga temporada en esa caverna en la vive desde hace muchos años: algo poco esperanzador pero quizás necesario. La vergonzante reforma constitucional, tan difícil y delicado que era reformarla años atrás (!), que increíblemente no pasará por las urnas y, sobre todo, la cobardía de no reconocer que ha supuesto lo que es del dominio público, un
diktat del llamado "mercado" que merma considerablemente la soberanía de los ciudadanos que habitan este Estado, han sido sus últimos dislates a modo de lamentable conclusión de su mandato.
No tenía más ideología que el cortoplacismo, decían los diplomáticos estaodunidenses. La pregunta es, ¿tenía acaso algo más de moral?
Afortunadamente, adiós señor José Luis Rodríguez Zapatero.