27 de junio de 2014

"Otro" viaje a Italia (XIV): la religión perdida


24 de julio de 2012.

Nos levantamos temprano para recuperar el ritmo del turista que no hemos logrado tomar todavía y que nos empieza a pasar factura. Acostarse tarde nos permite introducirnos un poco en la vida de la ciudad pero ni lo suficiente como para poder decir que "se vive" en ella nicomo para compensar la fatiga que luego nos invade en las visitas a museos y monumentos. Tratar de pasar por viajero cuando se es turista no sólo requiere una disposición de ánimo y de dinero sino, sobre todo, de tiempo.

Con todo, el hechizo de la fantasía literaturizante del viajero nos lleva de nuevo a la iglesia de Santa Maria Maddalena di Pazzi donde la estilización esteticista se topa de bruces, nuevamente, contra la sobreabundancia real: en el claustro, el escaso público caucásico que escuchaba el cuarteto de cuerda la otra noche ha sido sustituido por una muchedumbre multiétnica al son de música tecno a gran volumen que pululan por el espacio charlando e intercambiando objetos. La visita, que se prometía sosegada, se convierte en un tormento: ¿por el ruido o por la descomposición del cuadro literario etnocéntrico?

La Basilica di San Lorenzo, con la cúpula de Brunelleschi próxima en planteamiento a la Basilica di Santa Croce, la tumba de Donatello, la sacristía nueva y las "dependencias" de Michelangelo, que no pudimos ver por estar cerradas, y las famosas tumbas y tesoros de los Médici que uno, en un gesto infantil de rechazo anacrónico, se negó siquiera a ojear, nos ocupó la mañana. Mas quizás con el tiempo uno probablemente recordará San Lorenzo por un detalle secundario: por vez primera, o eso pareció, tuvo la ocasión de contemplar una obra de arte religioso contemporáneo, el San Giuseppe falegname con Gesú de Pietro Annigoni, una pieza perteneciente a un género que creía extinto o, peor, que daba por hecho se había extinguido con la Ilustración.

Por la tarde, la sensación de haber olvidado que existe un "mundo" en el cual la dimensión religiosa motiva no sólo conductas y acciones rituales sino también artísticas, se agudiza con la llegada a la hermosa abadía de San Miniato al Monte. Primero nos detenemos un rato en el Piazzale Michelangelo desde el cual se goza de una extraordinaria vista de la ciudad que, en algunos momentos, parece arremolinarse a la orilla del Arno. Es temprano pero las escalinatas están atiborradas de turistas así que pronto la emprendemos con los largos tramos de amplios escalones que unen la plaza con la Iglesia y entramos, sin aliento, en ella tras detenernos unos segundos en la contemplación de la fachada de mármol polícromo obra, en parte, de Brunelleschi. Una vez en el interior, nos resulta curiosa su distribución en seguida: el presbiterio y el coro ocupan un nivel superior de la nave central al que se accede por unas escaleras laterales mientras que un tercer nivel, la cripta, se abre también desde ella bajando unos pocos escalones. La iglesia destila quietud y sobriedad. No hay muchos turistas y desde la cripta, nada más entrar, nos llega el sonido de unas voces entonando cantos religiosos. Cuando por fin descendemos, nos hallamos ante una celebración que desconozco. No es una misa. Los monjes, que leo por la noche en la Wikipedia, son cluniacenses, es decir, proceden de los benedictinos, cantan piezas desconocidas pertencientes a un rito que pese a la formación católica de uno, no consigo identificar. Son media docena y ancianos pero llenan con sus voces el espacio transmitiendo una impresión de serenidad y paz que sólo quien conozca la extrema dificultad de consagrar las veinticuatro horas del día a la oración y la meditación puede desnudar para reconocer, tras su fachada, tras la escenificación de esta representación teatral, una trastienda a menudo amarga y triste y, en muchos casos, festoneada de ansiedad, angustia y zozobra.

No nos paramos demasiado a contemplar las tumbas del hermoso cementerio delle Porte Sante, donde al lado de tantos y tantos burgueses y aristócratas cuya estirpe ha sido aniquilada y de los cuales gracias al altísimo, nadie se acuerda, está enterrado el pintor Pietro Anningoni, descubierto hacía apenas unas horas. Quizás alguno entre ellos se merezca que nos detengamos y leamos su nombre al menos pero estoy convencido que la mayoría de ellos no. Es preferible contemplar los cipreses y los cedros de los alrededores.

El atardecer, de nuevo en el Piazzale, tras observar el fulgor del mosaico que ocupa el centro del frontispicio de la basílica, es más sosegado. Los grandes grupos de turistas ya se han retirado y, contemplando el Duomo, el Arno y el Ponte Vecchio, uno puede preguntarse acerca de su escasa atención a ese otro mundo subterráneo en el que la religiosidad que perdió hace años, y que considera agonizante en nuestras sociedades, sigue viva sin haberse transmutado en formas secularizadas como el nacionalismo.