Entre aquellos que nos movemos en los arrabales del campo literario, la admisión de los "fiascos" en las presentaciones, algo más usual de lo que parece, se realiza en la privacidad cómplice del bar al amparo de la cerveza. No es de buen gusto reconocerlo abiertamente y menos en un cuaderno público aunque para esta multitud de
outsiders que nos movemos en los barrios periféricos de la República de las Letras no debiera ser nada vergonzoso.
Con todo, a cierta edad, uno no está para cultivar el naricisismo y hay que reconocer que la excursión a Valencia para presentar
Las vidas de las imágenes no fue, precisamente, un éxito. Primero, Viktor Gómez, indispuesto, no pudo venir. Fue una nueva ocasión perdida para encontrarnos: una especie de
fatum aciago nos impide compartir un poco de tiempo juntos. Después, algunos poetas que esperaba conocer, especialmente Laura Giordani y Arturo Borra (incluso esperaba que el azar llegara a bendecir la aparición de Méndez Rubio), tampoco acudieron. Y, finalmente, hubo muy poco público en la presentación.
Afortunadamente, Miguel, el propietario de la Librería Primado, compensó buena parte del sentimiento de decepción con su atención y, posteriormente, su sinceridad y honestidad en una cena informal. Mas lo cierto es que me perdí una comida de jubilación del sindicato, un día entero con Esther y Clàudia así como la final de la Copa de Catalunya que disputaba Marc (la primera vez que falto a un partido suyo) por un acto fallido. De hecho, puede decirse que de mi viaje a Valencia lo que más recordaré, me temo, fueron las horas en compañía del fantasma de Derrida en la lectura de la monumental biografía de Benoìt Peeters que casi despaché entre el tren y la habitación del hotel. Tiempo habrá de rendir cuentas de esta experiencia especttral.
En fin... Lo que debe decirse debe ser dicho.