No había discusión posible. Entre Foucault y Derrida, la escritura del primero ganaba por goleada. Por si fuera poco, además, Foucault murió en 1984 y uno recibió la noticia mientras
tenía muy reciente, apenas hacía dos días que había acabado su lectura, el "vapuleo que propinó" (así hablábamos en aquellos años) a Noam Chomsky
en el famoso debate de Eindhoven en 1971, lo cual no hizo más que agigantar su figura.
No
sería hasta los últimos meses del tercer año cuando Derrida acabó
compartiendo el centro de mi particular panteón con Foucault, Marx y un
renovado Hegel. Fueron sobre todo la insistencia del entrañable Lluís Prat, un casi
fanático admirador de Derrida que nos martirizaba con sus exposiciones vehementes sobre la escritura y la metafísica de la presencia, y dos sesiones de un seminario de
doctorado que Francesc J. Fortuny dedicó a analizar y desmontar la frase
foucaultiana "La historia continua es el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto"
muy en la línea del padre de la deconstrucción, las que empujaron su
ascensión en mi mitología filosófica. Aunque durante muchos meses estuvo un peldaño por debajo de
ellos, y no era ajeno a ello su "estilo", lo cierto es que empecé a tomar como modelo de mi "progreso" filosófico la comparación con la cronología derrideana: que si publicó a los 32
su primer trabajo, que si hasta los 37 no aparecieron sus tres primeros
libros, que si sus primeros artículos fueron tal o cual... Era el metro
donde medir el progreso de mi aprendizaje.
Cuando tras el largo paréntesis del servicio militar y el primer abandono de la Filosofía uno volvió en 1989 a ella, lo hizo de la mano, ya, de Derrida. Y lo hizo fantasmáticamente. Aprovechando un permiso de un mes justo antes de concluir las obligaciones para con la Armada, viajé a París acompañado de Rais y con el inesperado beneplácito del Almirante jefe de la zona del Mediterráneo. que no debía saber muy bien lo que firmaba...
Rais quería entrevistarse con Toni Negri. Uno no tenía otro objetivo que el de "buscar material" para una tesis aun no definida sobre el postestructuralismo. En realidad, iba a Paris a reencontrarme con la Filosofía y con cierta visión de su propia identidad.
Al tercer o cuarto día, por la mañana, visitamos l'
Écoles des Hautes Études. Ibamos a inspeccionar la biblioteca y mientras esperábamos el ascensor apareció Derrida rodeado de varias personas. Vestía un elegante traje azul marino con una gabardina del mismo color. En una mano sostenía una pipa apagada y en la otra una cartera. Me llamó la atención la blancura de su pelo: parecía oxigenado artificialmente. Nos miró y siguió su camino. Impresionados por el encuentro, aunque ninguno de los dos éramos fieles seguidores de lo que llamábamos "la secta derrideana", resolvimos cerciorarnos de si impartía algún curso y aquella misma tarde estábamos sentados, a las siete, en una enorme aula con bastante público aunque no se podía decir que hubiera un "lleno hasta la bandera". Impartió una lección sobre "violencia" y "ley" a través de Benjamin que empezó prometiendo y nos acabó aburriendo un poco, la verdad sea dicha.