A principios de agosto, coincidiendo con una tregua en las molestias estomacales, la clausura ante los medios de comunicación y el fin de la lectura de Totalidad e infinito, Ferran Fernández vino a Barcelona y aprovechamos para trabajar sobre la edición de Las vidas de las imágenes.
Acababa uno de ver Hannah Arendt de Margarethe von Trotha que, además de traerle recuerdos de otro tipo de cine bien alejado del dominante hoy día, le había provisto, una vez más, de una imagen agradable y valiosa, "literaria", de la figura del editor que contrastaba ferozmente con las que hasta ahora uno ha experimentado. E increíblemente, las horas con Ferran y los intercambios me reconciliaron con esa figura estilizada literariamente que, en ocasiones, también existe en la realidad. Que se preocupara y cómo se preocupó de mis versos y de la manera en que serán publicados le hizo sentir a uno como si fuera un "autor". Está bien, de todas formas, que el sentido del humor y la edad le impidan a uno creérselo más allá de unas horas pero la sensación era halagadora aunque sobria, decente, honesta, sin rozar forma alguna de empalago.
Ferran ama los libros. Ama el objeto "libro". Los ama tanto como la poesía, los poemas y las palabras. Ama el espacio, los colores, los tipos de letra, la organización y distribución del mundo escrito y eso es algo que no sólo se limita a transmitir sino que lo comparte, lo hace común y público, lo socializa: lo vive y lo hace vivir.
Llevaba meses sin escribir ni leer poesía y unos días cerrado a la intromisión de esos generadores de estrés que son los medios volcado en la Filosofía y la enfermedad y Ferran me proporcionó el oxígeno necesario para a