17 de julio de 2011. Primera parte.
Debería decir que despertarse en una casa victoriana tiene algo especial pero, en realidad, es sólo la búsqueda del embellecimiento y el empeño en literaturizar la propia existencia para comprenderla como obra de arte la que puede llevarle a uno a creerse que es así. En realidad, no difiere en nada de hacerlo en un apartamento minúsculo en, pongamos por caso, Sevilla. Es cuando estás rezongando entre las sábanas, cuando Clàudia y Marc empiean a revolver la casa y, con tono de perplejidad, relacionan los objetos singulares que hallan, y el cerebro finalmente reacciona e impone la vigilia, que el placer de estar sin trabajar y la llegada de datos sensoriales cualitativa y cuantitativamente distintos a los inputs habituales te llevan a buscar un modelo de inteligibilidad en el que integrarlos. Es entonces cuando la literatura y el arte te proporcionan una serie de modelos flexibles, gratos, significativos y embellecedores que uno coge al vuelo: levantarse en una casa victoriana, ah!...
Desayuno continental (falta The Times) y un rato en el patio trasero rodeados de los frondosos rosales del patio del otro habitante de la planta baja de la Villa con la vista puesta en los cedros que sobresalen del cuidado seto que separa la casa de enfrente de la nuestra. Cielo azul y nubes exactas, que pasan a gran velocidad. Sol en Escocia. Un rato para leer. Me he traído El Tercer Reich de Bolaño, Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en Filosofía de Derrida y Las confesiones de un pequeño filósofo de Azorín. Tres lecturas pensadas, ante todo, como pasatiempo. Un poco más enjundioso el de Derrida pero sólo porque estoy preocupado por la presencia, implícita o explícita, de la retórica "apocalíptica" en nuestras sociedades desde hace unos meses (sobre todo con el sentido de "fin de una época" pero también con el de "fin del capitalismo", "fin de un modo de vivir" o incluso "fin de una civilización" o "fin de Europa"). El de Bolaño para ver en una obra menor, después de haber leído el impactante 2666, como se desenvuelve el chileno. Y el de Azorín por curiosidad (¿puede hallarse algo todavía en su obra que permita su actualización o es, definitivamente, una reliquia?) y como ejercicio de estilo.