Julián Ríos:
Quijote e hijos (2008)
En la virtud de Julián Ríos puede estar también, en ocasiones, su condena.
La conciencia de la lingüisticidad de la existencia humana y, por supuesto, del arte, recorre y organiza sus textos: estructuras, figuras, tipos, esquemas narrativos...
Una lingüisticidad radical que nos previene contra los espejismos de la inmediatez: todo está mediado lingüísticamente.
La realidad no nos es accesible de un plumazo, directamente, tras una captación intelectual o sensorial. Sin el lenguaje, nada advendría.
Sin embargo, la lingüisticidad puede, si se absolutiza en el juego de un pretendido puro relativismo ("todo es lenguaje, nada hay sino es lenguaje"), desembocar en una ingenua supresión de la realidad que se nos colaría por otro lado mientras estaríamos parapetados en la constante reivindicación de la mediación del lenguaje.
O, si se la toma como instancia que adjudica posiciones sin estar ella misma ocupando una posición, puede, por poner un caso, difuminar las fronteras entre los géneros y llevarnos a territorios prometedores, sí, pero hostigados por "la noche en que todos los gatos son pardos".
En
Quijote e hijos excelencia y amenaza se dan la mano constantemente.
De la excelencia queda constancia en el hermoso primer capítulo, "Quijote e hijos: Travesía del Océano de Historias". Julián Ríos va hilando, siempre del lado del texto a través del cual se construye la realidad histórica (un viaje a América de Thomas Mann durante el cual leyó el Quijote), un entramado de relaciones en el que ingenio, casualidad y referencias intertextuales se van superponiendo para construir un admirable ejercicio de autorreferencia literaria. Literatura sobre literatura.
Un mundo suave, plácido, ajeno a la carne y la sangre, al cuerpo, al dolor. Un mundo de tiempo adelgazado en el que Mann dialoga con Cervantes y Shakespeare con Nabokov: el panteón de la literatura universal supurando eternidad a cada renglón. Una lectura apacible.