El otro día, El País se hacía eco de un estudio que parece demostrar algo que se diría que el sentido común y la experiencia cotidiana hace mucho que tienen claro: "las personas que prefieren los absolutos morales son consideradas más fiables que quienes prefieren hacer cálculos para maximizar el bien común"; acostumbramos a confiar más en personas con sólidos principios morales que en aquellos que obedecen a éticas flexibles, relativistas. En la terminología contemporánea: nuestrtas preferencias se dirigen antes a los deontologistas que a los consecuencialistas.
En cierto sentido esta oposición entre las que podríamos denominar morales "universalistas" y "utilitaristas" recorre, a despecho de desplazamientos, rupturas y reagrupaciones, la historia de las polémicas éticas en la cultura occidental. De hecho, el debate entre los sofistas y Platón ya podría ser leído bajo este esquema. El discípulo de Sócrates afirmaría que la conducta virtuosa sería deseable y preferible por sí misma, independientemente de sus posibles resultados, mientras que los sofistas sostendrían que es en función de estos que debe evaluarse, y elegirse, la norma moral. Hoy día este enfrentamiento sigue vigente aunque desde Marx y Nietzsche parece que los modelos utilitaristas han cobrado una ventaja incuestionable, al menos en el dominio académico. Y esta ventaja ha producido una paradoja curiosa en algunos, como el que escribe: las morales utilitaristas, técnicamente hablando, aparecen como más sofisticadas que las universalistas, sustentadas en más "hechos" y consistentes con más descripciones. Mejores, más razonables, bien fundamentadas. Sin embargo, esta preferencia teórica es contradicha, a grosso modo pues en cierta forma estaríamos mezclando indebidamente dos ámbitos, por la preferencia emotiva de la que hablaba el estudio citado al inicio. Uno también confiaría antes en un universalista que en un relativista y, por supuesto, desearía que las personas con las que trato habitualmente me consideraran no como un medio para un fin exterior sino como un fin en mí mismo, independientemente del provecho que pudieran obtener de mis acciones. Singular discrepancia.
La pertinencia teórica no tiene que corresponder a una preferencia práctica. Una buena teoría, una teoría verdadera, puede desagradarnos profundamente y tal vez deseemos profesar con fervor una teoría falsa. No obstante, en el caso de la ética los dos espacios no son tan ajenos, se implican mutuamente, de ahí que no deje de resultar significativo y sorprendente este desacuerdo.
P.S: Mientras escribía acerca de esta disparidad, he recordado que Martin Jay, en La imaginación dialéctica, se hacía eco de un sorprendente ejemplo histórico de la fiabilidad de los individuos que siguen morales universalistas respecto a aquellos que respetan otras más bien consecuencialistas, utilitaristas: "Uno de sus proyectos fue una investigación del tipo de ayuda brindada por los gentiles alemanes a las víctimas judías de Hitler. Con el copatrocinio prestigioso de Thomas Mann, se recogieron datos de diversos modos, por ejemplo a través de anuncios en Aufbau, el periódico de lengua alemana más importante de los refugiados. Aunque nuncase publicó, el estudio mostraba que católicos y conservadores habían brindado más ayuda que protestantes y liberales. Según Paul Massing, esta conclusión fue empleada después por Horkheimer para apoyar su argumento de que los conservadores eran a menudo mejores defensores de los ideales críticos que los liberales" (p367).
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