(Retomando la crónica de la estancia en Saint Andrews en 2011 para huir de la actualidad)
20 de julio. Segunda parte.
Abandonamos la contemplación próxima de la Old Mill House para divisarla desde el destino final del camino: la pequeña colina (Braes) que lo domina y que se yergue a pocos metros del cottage. Tampoco desde esa elevación se observa vida alguna. Han sido muchas oportunidades, a horarios y días distintos, para toparse con alguno de sus habitantes. Uno habría esperado verlo a él sentado en el jardín leyendo un periódico (los tópicos mandan) o a ambos departiendo o compartiendo un té alrededor de alguna improvisada mesita, o podando rosales. Sin embargo, nunca les hemos visto. Sí los rastros de su actividad: colada tendida, aperos de labranza y cultivo en el patio trasero, un coche... Pero nunca, en todos estos años, a ninguno de los propietarios. Quizás estén de vacaciones en julio que es cuando solemos aparecer por estos lares.
Por la noche, un viejo deseo cumplido: cenar en el Seafood. Entre mi primera estancia a mediados de los noventa y la segunda, diez años después, en esta población que se busca y se quiere intemporal, una de las principales novedades urbanísticas fue la aparición, al lado del pequeño acuario en las inmediaciones del inicio de la West Sands, de un restaurante erigido al borde de la zona rocosa que separa la playa del pequeño promontorio sobre el que se levanta el paseo que conduce desde la antigua catedral al campo de golf. Era, además, una construcción más propia de nuestras latitudes, acristalada a los cuatro vientos, funcional, con una parte de la cocina a la vista y que utilizaba materiales poco habituales en los restaurantes de las proximidades (aluminios, maderas para exterior...), que del tradicional Saint Andrews.
Nos informaron, en aquel entonces, de que se trataba de un restaurante muy caro pero desde que comprobamos las vistas de las que se debía disfrutar deecidimos que algún día cenaríamos allí. Durante la primavera, cuando resolvimos volver a Escocia, comprobé por la red que los precios eran altos pero no más que en cualquier restaurante medio de Barcelona así que, en mayo y con ayuda de Clàudia, reservamos una mesa específica para el 20 de julio: la que permitía abarcar, en la esquina noroeste, una panorámica de la playa.
Tal vez fuera por lo tardío de la hora para la cual hicimos la reserva o porque nunca nadie había anticipado tanto y desde tan lejos una petición tan concreta o porque nuestra constitución latina nos delataba o porque no íbamos vestidos adecuadamente para la ocasión, cuando nos aproximábamos a la entrada, el maître salió a nuestro encuentro: sabía quiénes éramos, nos saludó con un ostentoso "Good night, Mr. Sánchez" y, con una sonrisa de triunfo, nos condujo hasta la mesa que deseábamos. Por una vez todo salió bien a la primera y no hubo malentendidos, ni errores.
De primero, comimos cangrejos de Pittenweem, un pueblo costero del condado de Fife, y vieiras. Después, truchas, mero y carne (para Marc) de segundo, acompañado todo por el vino más asequible de una carta ciertamente cara: un Riesling. De nada sirvieron los platos que habíamos elegido, tras la pertinente traducción, días antes tras descargarnos en Barcelona la carta del restaurante: la habían cambiado. Con todo, a ciegas, y pese a la manía británica de mezclar salsas, condimentos y materias primas de forma un tanto caótica, acertamos en las elecciones y la velada resultó espléndida.
Aunque caro, no nos sentimos estafados como nos ha pasado alguna vez en Barcelona.